El delito de blasfemia evoluciona sólo en occidente

Asia Bibi.
Asia Bibi

Se anuncia para estos días la vista en el Tribunal Supremo de Pakistán de la revisión de la sentencia absolutoria de Asia Bibi, tras nueve años de cárcel, por una injusta acusación de blasfemia, castigada con pena de muerte. No es un recurso de revisión semejante al de los ordenamientos jurídicos de los países democráticos: existe el derecho a volver sobre una sentencia firme, si se descubren datos nuevos que podrían alterar la decisión de los jueces si los hubieran conocido en su momento. En Islamabad no hay novedades, sino sólo una decisión política, para dilatar la ejecución de lo decidido por los magistrados, con la esperanza de aplacar las graves alteraciones de orden público provocadas por masas musulmanes fanáticas, opuestas a la liberación de esa madre de familia cristiana.

Un solo error judicial que llevase a la ejecución de un inocente justificaría la abolición de la pena capital, más aún por un delito de blasfemia. Pero quiero referirme hoy a la evolución del derecho penal -no exenta de contradicciones-, no a la sanción máxima, cada vez menos comprensible, no por consecuencialismo, sino por el significado de la incomparable dignidad de toda persona humana.

No pocos recordarán los debates suscitados por el reconocimiento del genocidio armenio perpetrado por Turquía al comienzo del siglo XX. Al parlamento francés llegó incluso un proyecto de tipificar su negación como delito, de modo semejante a lo establecido respecto del Holocausto. No olvido, por ejemplo, la condena de Roger Garaudy, un conocido protagonista del diálogo marxismo-cristianismos en los años sesenta, por haber escrito con libertad sobre la cuestión. Muchos se sorprendieron de la defensa de su amigo l’abbé Pierre, figura mítica en la Francia de postguerra.

Por paradoja, muchos apologistas de esa postura están en contra de la pervivencia del delito de blasfemia. ¿Por qué debe prevalecer aquí la libertad de expresión y no en el caso de la Shoah? No toda equivocación ni todo error deben castigarse penalmente. En todo caso, las leyes pueden establecer un deber de rectificación, si se difunden hechos no veraces. Pero ¿por qué renunciar a que las opiniones sean libres?

El riesgo actual es calificar como odio toda oposición o crítica intelectual. Y de ahí la proliferación de los delitos de odio, imposible de tipificar, porque ¿cómo precisar jurídicamente los sentimientos humanos? De mis exiguos estudios de derecho penal, recuerdo la exigencia del animus iniuriandi como requisito del correspondiente reato de injuria. La jurisprudencia confirmaba la seria dificultad de probar esa animosidad. De ahí quizá que víctimas convertidas en verdugos hayan planteado –y conseguido‑ reformas jurídicas regresistas que permiten condenar por la sola palabra del querellante.

Es como si bastara la protesta de un musulmán o de un cristiano para que un tribunal condenase a un ciudadano que rechazara públicamente a Mahoma o a Jesús. Otra cosa son actos objetivos que muestran una ofensa real a la comunidad de los creyentes, con o sin propósito de limitar la libertad religiosa, derecho protegido en los ordenamientos modernos. Desde luego, el insulto no merece esa protección, porque –así, en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Español- no forma parte del derecho a la información.

En los últimos años, se han eliminado con razón de los códigos penales viejos delitos relativos a manifestaciones religiosas –cito de memoria-: España, Dinamarca, Islandia, Irlanda… Pero faltan 72 países –al parecer trece europeos-, que condenan aún la blasfemia, según una tribuna colectiva publicada en Le Monde del 18 de enero. Los firmantes instan al presidente Macron a comprometerse a favor de abolir esas legislaciones, una exigencia clara del artículo 28 de la declaración universal de los derechos humanos de 1948. Citan expresamente el caso de Asia Bibi en Pakistán y la incomprensible sentencia del Tribunal europeo de Estrasburgo contra una ciudadana de Austria. También en este país se discute ásperamente sobre la negativa al asilo de un paquistaní converso al catolicismo, después de varios años en el país: su devolución podría significar la condena a muerte.

Los firmantes de la tribuna invitan a que Francia proponga a la asamblea general de la ONU la adopción de un protocolo que complete el pacto sobre derechos civiles, y prohíba la blasfemia, como consecuencia de lo establecido en la declaración universal.

Me parece lógico desde la perspectiva del derecho a la información, que apuesta por la libertad. Si se acepta que los derechos son de la persona –no de ideologías o sistemas de pensamiento-, resulta coherente afirmar que la verdad no tiene derechos; tampoco, claro, el error y, menos aún, el odio. Repetiré la feliz síntesis de Guillaume Goubert, director de La Croix: “nadie puede imponer su sacralidad a otros. Esto vale también para quienes reclaman un derecho absoluto -y, por tanto, sagrado- para la blasfemia”. 

 
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