La renuncia que conmovió al mundo

Dice la modernidad, no siempre mutilada, que lo propio humano es el ejercicio de la razón. Y cuando hablamos de esta noble práctica, nos referimos a la búsqueda del logos, que es sentido. ¿Qué pasa entonces con la fe como sentido, esa lógica que siempre sorprende?

Si a estos instrumentos de análisis, le añadimos la dinámica de una sociedad, y de un espacio público, que se define como de la comunicación, y que entiende la noticia como lo que produce comentarios, nos encontramos con una fuerza fascinante e imparable que arrastra todo lo que toca.

El ejercicio de la razón es, además, territorio de lo previsible. El recurso de la historia, en este caso a la historia de la Iglesia, se ha convertido en el asidero de la elocuencia. Pero ¿qué ocurre cuando una persona, en la historia entendida como la sede de la razón práctica comunicativa, rompe con lo previsible y nos introduce en otra dimensión, la de la conciencia, la de la relación con Dios, y la de la decisión ante Dios y ante su conciencia? ¿Cuáles son las categorías que debemos utilizar para interpretar este hecho? ¿Qué parámetros deben dominar para poder explicar la trascendencia de lo ocurrido? ¿Acaso las explicaciones más sencillas no son las más complejas?

El paraguas de las interpretaciones sobre la decisión de Benedicto XVI puede estar ocultando el horizonte adecuado de lo que ha ocurrido. Son múltiples las explicaciones que hemos leído y oído que se refieren a las causas y a las consecuencias de la renuncia del Papa. Tendemos a medir el peso de los acontecimientos, su gravedad y su trascendencia, por las consecuencias. Palpamos la medida de las cosas por lo que nos dicen sobre la relación entre las causas y sus consecuencias. Y, sin embargo, nos parece que, ante una decisión de esta naturaleza, el espacio de la libertad y de la responsabilidad de la conciencia no encaja en el método de nuestro análisis. ¿Qué debemos hacer entonces?

Benedicto XVI nos tenía acostumbrados a la pedagogía de su palabra y al compás de sus silencios. Y ahora ha hablado para decirnos que su existencia, su vida, entrará en el silencio de la historia. Como buen seguidor de Platón, la idea de lo esencial, de la necesidad de centrar la realidad en su punto de referencia última, de llevar a la Iglesia a su centro en Dios, y a los cristianos al encuentro con Cristo, le ha facilitado entrar en una dinámica en la que los cálculos estratégicos pasan a un segundo plano.

La libertad interior de un hombre acostumbrado al ejercicio de la coherencia no le ha impedido dar un paso más y saltarse el guión de lo previsible, y de lo previsto. Su lección del 11 de febrero ha sido una última lectio sobre la libertad y sobre la necesidad de que descubramos que la Iglesia es de Dios, en Cristo, y que los hilos de la historia se mueven por otros parámetros, los de Dios y los de Cristo, los de los sacramentos y los de la vida de la gracia.

No se trata sólo de pensar en cómo se habría evitado el choque habitual en los cambios de Secretario de Estado, en tal o cual decisión, en lo que se había conseguido y en lo que no, en lo que se había entendido y en lo que non en lo que faltaba y en lo que no. El Papa ha modificado el escenario y las reglas de juego. Pero no porque haya descubierto un magistral movimiento, como en el ajedrez, con el que se diera jaque mate a la impregnación del tejido de lo humano en el rostro institucional de la Iglesia, sino porque su vida está aferrada a esa libertad interior, a esa intimidad con Dios que hace de su humildad la horma de una nueva y distinta historia.

Nos ha llevado a otro plano, a un plano esencial y real, incluso para la Iglesia. Quien se ha preguntado durante años por la esencia del cristianismo; quien ha presentado bellamente a Jesús de Nazaret en nuestra historia, se ha avalanzado al espacio infinito del misterio de Dios, que es tan real como la existencia.

Benedicto XVI, que nos tenía acostumbrados a los conceptos fuertes, a las categorías que nos ayudaban a explicar el pasado, el presente y el futuro; que nos había enseñado el valor de la hermenéutica de la continuidad, frente a la hermenéutica de la ruptura, ha dado un giro a los criterios de esa hermenéutica y nos ha dicho que el ejercicio de la fe, que es razón de esperanza y posibilidad de amor verdadero, abre el futuro a otras posibilidades. Y desde ahí, la continuidad radica en vivir la soberanía de Dios. Y desde ahí debemos asumir decisiones que rompen con el estatus quo y nos llevan no a preguntar a los hombres, sino a Dios, por el sentido de nuestros actos, de nuestras decisiones, de nuestra vida y de nuestra libertad. La soberanía de Dios, no la soberanía de la historia. La soberanía de Dios reclama la actitud de agradecimiento sincero, de acogida del don. Por tanto, entremos en la dinámica del don para aclararnos. Asumamos e intentemos entender con los datos que conocemos.

 

También el sentido de la renuncia de Benedicto XVI. Una decisión que conmovió al mundo.

José Francisco Serrano Ocejajfsoc@ono.com

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