El Opus Dei y las Cartas de la tribulación

Mons. Fernando Ocáriz, prelado del Opus Dei.
Mons. Fernando Ocáriz, prelado del Opus Dei.

Por desgracia no tengo mucha memoria. Recuerdo ideas, pero me cuestan los textos, los párrafos. Sin embargo sí me sé la letra de una de mis canciones preferidas. Su título es “Peces de ciudad”. La interpreta primorosamente Ana Belén. La versión de Rozalén es una delicia. Obra de dos gamberros universales, Joaquín Sabina y el gran Pancho Varona.

Hay una estrofa que me llama mucho la atención. Dice: “¿Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar? Al país donde los sabios se retiran del agravio/ de buscar labios/ que sacan de quicio”.

El viernes pasado transcurrió, desde primera hora de la mañana, con la noticia del Motu Proprio del Papa Francisco “Ad charisma tuendum” sobre el Opus Dei. Una información que, desde que se aprobara la “Praedicate Evangelium”, no por esperada iba a dejar de ser menos sorprendente.

El washapp se convirtió en un mar proceloso de comentarios, idas y venidas de afirmaciones, defensas, negaciones, críticas. Significaba que la noticia tenía más trascendencia de la que aparentemente se quería dar.

Es cierto que en la jornada anterior había aparecido un artículo en L´Osservatore Romano, del cardenal Marc Ouellet, que me había sorprendido. En esa ocasión discurría por los derroteros de la sempiterna polémica sobre la potestad de orden o la potestad de jurisdicción, con una propuesta que, viniendo de dónde venía, no dejaba de desconcertarme.

Dentro de los temas que planteaba el artículo está el de la dimensión institucional y la dimensión carismática de la Iglesia que, en no pocas ocasiones, viven en tensión. La realidad jurídica pertenece, por la naturaleza de lo jurídico, a la realidad jerárquico institucional. Si empezamos a mezclar ámbitos, lo jerárquico con lo carismático y viceversa, el Código de Derecho Canónico terminaría convirtiéndose en un texto de derecho positivo donde el derecho divino tendría poca cabida.

No olvidemos que si la Iglesia es jerárquica, es porque Cristo la quiso así. Las explicaciones subsiguientes del papel de la historia, del constantinismo y demás familia, decaen ante un análisis certero sobre la voluntad de Cristo. Otro ejemplo, el gobierno jerárquico como gobierno carismático. Me da que el único gobierno carismático, stricto sensu, es el de los fundadores. El resto, gobierno institucional del carisma, una especie de equilibrio inestable.

Tiempos de desconcierto, pensé, al fin y al cabo. Debe ser que las claves que rigen los destinos de la historia aún no se han manifestado.

Cuando le daba vueltas al Motu Proprio se me apareció una lectura que, hace ya algún tiempo, hice: “El Opus Dei en la Iglesia”, autores Rodríguez, Illanes y Ocáriz. Por cierto que hay un libro anterior de Wilhelm Blank y Rafael Gómez Pérez, editado por Palabra, con el título “Doctrina y vida. El Opus Dei en la Iglesia”, que no desmerecía de este contexto.

 

Ya con un poco más de perspectiva, una vez que mantuve varias conversaciones con miembros de los Opus Dei, lo primero que se me ocurrió es recurrir a la maestra historia, a la historia de la Iglesia.

Aunque hubiera podido también traer a colación varias páginas de la reciente historia del Opus Dei de J. L. González Gullón que, probablemente, explicarían algo de lo que ha pasado con este Motu proprio. No sería una casualidad que recuperara lo que se había escrito allí del jesuita P. Gianfranco Ghirlanda o de los debates entre escuelas de canonistas acerca de la naturaleza jurídica de las prelaturas personales.

Me preguntaba por qué una vez que la historia había ido hacia delante con la “Ut sit” de Juan Pablo II, la Prelatura del Opus Dei no ha dejado de ser, aparentemente, una cuestión de Escuela. Volver a retomar esa perspectiva parecía un paso atrás en la misma marcha de la historia.

Poniéndome en el lugar de las personas que conozco del Opus Dei, que a lo largo de los años me han demostrado su amor a la Iglesia toda, recordé la historia de las Cartas de la tribulación que los Padres Prepósitos Generales de la Compañía de Jesús Lorenzo Ricci y Jan Roothaan escribieran entre 1758 y 1773, el primero, y en 1831 el segundo.

Ahí estaba de fondo el breve apostólico “Dominus ac Redemptor” del Papa Clemente XIV el 21 de julio de 1773.  Un momento para un profundo desgarro.

¿Cómo era posible que el mismo Papa, con quien estaban profundamente ligados, hubiera decretado su disolución como institución de Iglesia? La desorientación personal e institucional, y las campañas difamatorias, se unieron en una negra mixtura de desolación.

¿Qué debían hacer? ¿Vengarse? ¿Conspirar? ¿Cómo enfrentarse a las insidias del demonio, propaladas por no pocos hombres y mujeres de Iglesia? ¿Rendirse a un victimismo como resorte de venganza, que no hace sino alimentar el mal que pretende eliminar?

Recuperé la edición de las Cartas del recientemente fallecido P. Diego Fares, de no muchas páginas. Las Cartas de la tribulación ofrecen una serie de criterios de discernimiento que alejan las tentaciones de ensañamiento, de revancha, de venganza.

En los momentos en que los nudos no pueden desenredarse, ni los procesos aclararse, el buen espíritu recomienda callar, porque, como escribió el entonces P. Bergoglio, “la mansedumbre del silencio nos mostrará más débiles, y entonces será el mismo demonio quien, envalentonado, se muestre a la luz, quien muestre sus reales intenciones”.

Hay acontecimientos que ocurren en la historia de la Iglesia que, aparentemente, no era previsible que ocurrieran. Pero si se dan es porque Dios quiere sacar un bien mayor. Quizá el Opus Dei esté recibiendo esa lección permanente del significado sobre la primacía de Dios como voluntad, incluso ante los procesos de ineludibles cambios internos.

En un momento en el que el Opus Dei, desde la sociología de la religión, está inmerso en un cambio generacional, con un Prelado que ya no vivió con el fundador, llega una decisión del Papa, -apuntalada por su entorno, todo hay que decirlo-, que obliga a revisar los parámetros de comprensión de la naturaleza de esta institución, sus hechuras internas, tanto en su dimensión jerárquica como en la carismática. Vaya prólogo al centenario y vaya centenario.

Está claro que si cualquier tejido se tensiona por lo lados, puede producirse el desgarro. Por eso es la primacía de Dios lo que permitirá que el tejido, pese a las fuerzas contrarias, siga compacto y cumpliendo su misión.

                       

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