Una madre cansada

Madre con sus hijos.
Madre con sus hijos.

A primera hora de la mañana el panorama del día se había presentado denso de nubarrones. El marido estaba fuera de casa, lejos de la ciudad, en viaje de negocios en una nación extranjera. En su deseo de no hacer pesar demasiado su cotidiana lejanía, que se repetía con frecuencia desde hacía ya años, llamaba todos los días al final de la tarde. La señora sabía que las llamadas nocturnas no colmaban el vacío de los días sin su presencia; y le costaba la espera. Aquella noche, además, tampoco llegaría su voz, empeñado como estaba en una reunión comprometida que duraría hasta bien entrada la madrugada.

Después de dejar en el colegio a sus dos hijas más pequeñas, siete y cinco años apenas cumplidos; la señora regresó a casa urgida por el tiempo y superando los atascos de tráfico con que se iba topando en cada esquina.

Tenía que acompañar al médico a su hijo Rafael, once años, retrasado mental. Se trataba de una visita rutinaria que se repetía a la misma hora, del mismo día de la semana, desde hacía ya tres años. Ella llenaba cada amanecer el corazón de amor y cariño para tratar a esta criatura, y le dolía el alma cuando aún bien cargada de deseos de paz y de paciencia, no conseguía retener los golpes de nerviosismo y de tensión acumulada, provocados por las salidas de tono de su hijo. Los días peores, después de esos estallidos lloraba hasta recobrar la calma, y el hogar tornaba a estar lleno de la paz de su sonrisa.

Al regresar a casa, ya con el nuevo plan establecido por el psiquiatra y con una nueva carga de tristeza, porque el estado general de su hijo no había evolucionado demasiado bien, se encontró con Andrés, el tercero de sus hijos radiante de alegría. Ella estaba hecha a no pensar demasiado en ella misma, pero no siempre conseguía ponerse en la misma onda para seguir las variaciones de los sentimientos y de los estados anímicos de sus hijos. Esbozó una sonrisa, después de dejar al enfermo en su habitación, y felicitó a Andrés por haber superado el primer ejercicio de la oposición a notario. Era la segunda vez que lo intentaba, le había visto fatigarse día tras día; y el camino para alcanzar la meta final era todavía demasiado largo, para dejarse llevar ya de un exceso de optimismo.

Ya acomodado el aspirante a notario, la señora se acercó a la cocina para hacerse cargo de lo que conseguiría presentar a sus hijos a la hora de comer. Ana, una mujer que vivía con ellos desde hacía ya un buen número de años, había resuelto las primeras dudas, y ella no tuvo que hacer un esfuerzo inusitado para concretar los últimos detalles.

Las campanadas del reloj le recordaron las doce de la mañana. Se apresuró hacia la puerta de la casa por si todavía llegaba a tiempo de participar en la Misa de doce en una iglesia cercana; el sacerdote era algo indulgente y solía conceder unos minutos a los fieles más remisos.

La voz de Carmen, la cuarta de sus hijos, la retuvo justo en el umbral. Reclamaba ayuda desde una habitación contigua. Llegada al mundo con espina bífida, Carmen se había esforzado para sobreponerse anímica y espiritualmente a su inmovilidad y había conseguido un manejo bastante ágil de su silla de ruedas. Hasta donde podía alcanzar, se valía por sí misma. En los últimos meses, y poco después de cumplir sus veintidós años, le invadió un cierto estado depresivo del que todavía no había salido del todo: la señora sufría especialmente cuando encontraba a su hija sumida en una crisis de llanto, y acudía a la más mínima señal de petición de ayuda con el fin de no verla en ese estado.

Cerca ya de la una, Carmen recobró un poco su estado normal, y la madre pudo continuar sus trabajos. Tendría que dejar la Misa para la tarde; a ver si conseguía encontrar el tiempo. Y se esforzaba para encontrarlo, porque había descubierto que de cada Eucaristía salía reconfortada y con fuerzas para todo el resto de la jornada.

Le costaba tiempo dormirse, y se había impuesto la obligación de descansar un ratito después de comer, para acaparar fuerzas y conseguir llegar al final del día. Comenzaba ese momento de tranquilidad con un libro en las manos, o con el rosario, que también solía comentar sus cosas con la Madre de Dios.

 

El más pequeño de los varones, Ricardo, nueve años, la seguía siempre en esos momentos con el rabillo del ojo, y también aquel mediodía impidió que su madre se despertase con el ruido del libro al caer, o con el repique de las cuentas del rosario al llegar al suelo.

Media hora más tarde ya estaba de nuevo en pie gestionando los deberes domésticos, preparándose para salir de compras con Julia, su hija de quince años, necesitada de nueva ropa. Mientras se arreglaba, no dejó de prestar atención al teléfono: su hijo Jaime se estaba examinando de selectividad y no había dado señales de vida desde que salió temprano de casa. En el contento de haber hecho bien -al menos, así le parecía- todas las pruebas, Jaime se había olvidado de todo y de todos, también de su madre, y se había reunido con un grupo de amigos para festejarlo.

Llegó a casa sin previa llamada de teléfono, cuando ya su madre había regresado de las compras, y de la iglesia. Otra vez la sonrisa llenó el rostro de la señora, y como premio a su hijo le encargó que pusiera un poco más de amor en el encargo que cumplía todos los días en aquellas horas: acostar a su hermano Rafael. Jaime era el más atlético y fuerte de la familia, y conseguía manejar a su hermano casi sin darse cuenta.

Ya cada uno en su habitación, la señora se quedó sola. Apagó la luz de la sala de estar, corrió las cortinas, abrió las ventanas, y sentada en un sillón antiguo, herencia de su madre y de su abuela, encendió un cigarrillo y perdió su mirada y su imaginación entre las estrellas. Cuando llegaba a ese momento del día y de la noche muy cansada, no sabía por qué, pero siempre se figuraba que el primero de sus hijos, perdido a los tres meses de embarazo, le saludaba guiñándole un ojo.

ernesto.julia@gmail.com

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