Sufrir y amar

Jesús en la Cruz.
Jesús en la Cruz.

"Me dirijo a usted para pedirle, ahora que he recobrado la confianza en la oración, que rece por mis padres; y para contarle después una historia vulgar, de dolor y de amor".

 La autora de estas páginas no necesita presen­tación: ya la conoce Dios, que es lo que a ella verdaderamente importa. Las palabras consiguen expre­sar, en su senci­llez y llaneza de estilo, una realidad de sufrimiento que quizá otras personas guardarían para siempre en el fondo de su conciencia, por el pudor de no darlas a conocer. Yo las transcribo, con su permiso, bien convencido de que nadie que las lea sabrá jamás quién las escribió.

 "Mi padre sufrió una depresión hace años. Al poco tiempo de ser dado de alta, y a consecuencia de un empujón en la calle, se cayó al suelo, y se fracturó la columna en cinco partes. Tuvo que guardar cama, y así estuvo sin moverse, durante un año. Un par de semanas después de levantarse, fue a pasear con un amigo y, mientras caminaban por una avenida, el amigo perdió la orientación. Sin saber bien ni lo que hacía ni dónde dirigirse, quiso cruzar la calle y acabó atropellado por un autobús. Murió un mes después en el hospital, sin haber recobrado el conocimiento”.

“Desde ese momento, mi padre recayó en la depresión y cada día estaba peor de los nervios; la convivencia en casa era prácticamente imposi­ble, porque mi madre, que se negó desde el principio a aceptar la situación, también comenzó a dar señales de cierto desequilibrio nervioso. Ninguno de los dos quería saber nada de Dios, de rezar, de ir por la iglesia: hacía ya muchos años que estaban apartados de cualquier práctica religiosa. Tampoco querían saber nada de tratamientos médicos”.

“Mi madre y mi padre pasaban el tiempo en una queja amarga y continua, y se obstina­ban en no reconocer que estaban enfermos. Mi casa se convirtió poco menos que en un infierno de lamentaciones".

"De los hermanos yo, la menor, soy también la única que vivo con ellos". Prosigue. "Pedí ayuda a los que estaban casados, y todos me dijeron que no querían ni oír hablar del tema, que los dejara tranquilos, y que los padres se apañaran por su cuenta. Me sorprendió su actitud, y me dolió que renegaran así de los padres, y los abandonasen sin más en la enfermedad. Sufrí mucho por el egoísmo de todos. Sin saber a quién dirigirme, ni qué partido tomar, comencé a desespe­rar­me. Era la primera vez que me enfrentaba con una situación semejante y, con mis veinte años apenas cumplidos no me encontraba con fuerzas para resolver el problema, y no veía a quién podría acudir para solicitar ayuda”.       

“Se me ocurrió pensar que yo veía solamente la zona más obscura y tenebrosa de la historia. Le confieso que en más de una ocasión me he sentido la borde de la desesperación, tentada de huir, de desaparecer, de marcharme lejos, de acabar con mi vida”.

“Gracias a los consejos de unas buenas amigas, y sin saber muy bien qué y por qué lo hacía, en medio de todos estos problemas he vuelto a participar en la Santa Misa, he rezado con calma el Padrenuestro, y he ido descubriendo poco a poco que Dios tenía que ser para mí la persona más importante. Alguien dentro de mí me incitó a pedir perdón, y Confesarme -también yo había tratado muy mal, en tiempos, a mis padres- y a Comulgar, después de varios años de abandono”.

“Pedí a Dios el doble milagro de la mejora física y espiritual de mis padres. Físicamente siguieron igual; espiri­tualmente mejoraron algo: también ellos quisieron hacer penitencia y reconciliación con Dios, aunque su cambio no fue duradero: mi padre volvió a abandonarse a las pocas semanas, y dejó de ir a Misa”.        

 

“Un día, una de mis amigas me habló de "Cristo clavado en la cruz", y me quedé impresionada, serenamente removida. Hasta entonces, nunca se me había ocurrido unir mi sufrimiento al de Jesucristo en la Cruz. Y repetí para mí, aunque reconozco que quizá no sabía muy bien lo que decía, que si Dios permitía que yo también estuviera clavada en la cruz, haría todo lo posible para no desclavarme, mientras Él me diera fuerzas y no dispusiera lo contrario. Y así continúo".

“Poco tiempo después, mi padre no se conformó con las quejas y los lamentos, y comenzó a maltratarme. Descargaba toda su rabia sobre mí. Yo rezaba y aguantaba: no cabía otra solución, porque no quería dejarlos solos y abandonarlos a su suerte. Estaba convencida de que como Dios veía todo aquello, y lo permitía, algún sentido tendría, aunque yo no me diera cuenta”.

“Soy consciente de que estas líneas rebosan pena y amargura, sin quedarse ahí. Terminada la lectura he descubierto que transmi­ten también un hondo mensaje de esperan­za, de fortaleza, y llenan el aire de unos compases que entonan el alma, y que quizá sólo comprenden quienes se encuentran -o se han visto alguna vez en su vida- rodeados de dolor y de sacrificio: es el misterio y la fuerza del espíritu cristiano que todo lo transforma”.

Hasta aquí la carta; escueta y sobria, como de quien guarda un cierto pudor antes de dar a conocer hechos que afectan a las profundidades del alma, y de quien sabe por experiencia que ciertos trastornos de la vida sólo se pueden compartir con Dios, y en silencio.

Al despedirse, dice de nuevo que sus letras son "de dolor y de amor". Tiene razón. El dolor mantendrá hasta el final de los tiempos el misterio de su significado. Cualquier intento de explicación racional es si acaso un consuelo, y casi siempre inútil. El hombre podrá descubrir, por una cierta gracia de Dios, una cierta dulzura en sus tormentos; no llegará, sin embargo, jamás a acostumbrarse del todo a sufrir.

Sólo queda poner amor en el dolor, y descubrir que la aflic­ción, como lo fue la Cruz para Cristo, pasa y que la muerte no dura siempre. Solo es eterna la sonrisa de la Resurrección, escondida ya, y floreciente, en el sufrimiento, en el dolor.

enesto.julia@gmail.com

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