Una ayuda en el dolor

El Papa Francisco bendice a un enfermo.
El Papa Francisco bendice a un enfermo.

Me dirijo a usted para pedirle, ahora que he recobrado la confianza en la oración-, que rece por mis padres; y para contarle después una historia vulgar, de dolor y de amor".

 La autora de estas páginas no necesita presen­tación: ya la conoce Dios, que es lo que a ella verdaderamente importa. Lo que narra habla claramente de por sí, y las palabras consiguen expre­sar, en su senci­llez y llaneza de estilo, una realidad de sufrimiento que quizá otras personas guardarían para siempre en el fondo de su conciencia, por el pudor de no darlas a conocer.

"Mi padre sufrió una depresión hace años. Al poco tiempo de ser dado de alta, y a consecuencia de un empujón en la calle, se cayó al suelo, y se fracturó la columna en cinco partes. Tuvo que guardar cama, y así estuvo sin moverse durante un año. Un par de semanas después de levantarse fue a pasear con un amigo y, mientras caminaban por una avenida, el amigo perdió la orientación. Sin saber bien ni lo que hacía ni dónde dirigirse, quiso cruzar la calle, y acabó atropellado por un autobús. Murió un mes después en el hospital, sin haber recobrado el conocimiento”.

“Desde ese momento, mi padre recayó en la depresión y cada día estaba peor de los nervios; la convivencia en casa era prácticamente imposi­ble, porque mi madre, que se negó desde el principio a aceptar la situación, también comenzó a dar señales de cierto desequilibrio nervioso. Ninguno de los dos quería saber nada de Dios, de rezar, de ir por la iglesia: hacía ya muchos años que estaban apartados de cualquier práctica religiosa. Tampoco querían saber nada de tratamientos médicos”.

“Mi madre y mi padre pasaban el tiempo en una queja amarga y continua, y se obstina­ban en no reconocer que estaban enfermos. Mi casa se convirtió poco menos que en un infierno de lamentaciones".

Soy consciente de que estas líneas rebosan pena y amargura, sin quedarse ahí. Terminada la lectura he descubierto que transmi­ten también un hondo mensaje de esperan­za, de fortaleza, y llenan el aire de unos compases que entonan el alma, y que quizá sólo comprenden quienes se encuentran -o se han visto alguna vez en su vida- rodeados de dolor y de sacrificio: es el misterio y la fuerza del espíritu cristiano que todo lo transforma.

"De los hermanos yo, la menor, soy la única que vivo con mis padres. Pedí ayuda a los que están casados, y todos me dijeron que no querían ni oír hablar del tema, que los dejara tranquilos, y que los padres se apañaran por su cuenta. Me sorprendió su actitud, y me dolió que renegaran así de los padres, y los abandonasen sin más en la enfermedad”.

“Sufrí mucho por el egoísmo de todos. Sin saber a quién dirigirme, ni qué partido tomar, comencé a desespe­rar­me. Era la primera vez que me enfrentaba con una situación semejante y, con mis veintisiete años apenas cumplidos, no me encontraba con fuerzas para resolver el problema, y no veía a quién podría acudir para solicitar ayuda”.    

“Gracias a los consejos de unas buenas amigas, y sin saber muy bien qué y por qué lo hacía, en medio de todos estos problemas he vuelto a participar en la Eucaristía, he rezado con calma el Padrenuestro, y he ido descubriendo poco a poco que Dios tenía que ser para mí la persona más importante. Alguien dentro de mí me incitó a pedir perdón - ¡también yo había tratado muy mal, en tiempos, a mis padres! - y a Comulgar, después de varios años de abandono”.

 

“Pedí a Dios el doble milagro de la mejora física y espiritual de mis padres. Físicamente siguieron igual; espiri­tualmente, mejoraron algo: también ellos quisieron hacer penitencia y reconciliarse con Dios, aunque su cambio no fue duradero: mi padre volvió a abandonarse a las pocas semanas, y dejó de ir a Misa”.        

Poco tiempo después, mi padre no se conformó con las quejas y los lamentos, y comenzó a pegarme. Cuando se enteraba de que yo hacía cosas que a él no le gustaban se volvía una furia, y descargaba toda su rabia sobre mí. Yo rezaba y aguantaba: no cabía otra solución, porque no quería dejarlos solos y abandonarlos a su suerte. Estaba convencida de que como Dios veía todo aquello, y lo permita, algún sentido tendría, aunque yo no me diera cuenta.

Se me ocurrió pensar que yo veía solamente la zona más obscura y tenebrosa de la historia. Le confieso que en más de una ocasión me he sentido al borde de la más completa desesperación y he estado tentada de huir, de desaparecer, de marcharme lejos.

Un día, una de mis amigas me habló de "Cristo clavado en la cruz", y me quedé impresionada, serenamente removida. Hasta entonces, nunca se me había ocurrido unir mi sufrimiento al de Nuestro Señor en la Cruz. Y repetí para mí, aunque reconozco que quizá no sabía muy bien lo que decía: si Dios permitía que yo también estuviera clavada en la cruz, haría todo lo posible para no desclavarme, mientras El me diera fuerzas y no dispusiera lo contrario. Y así continúo. No deje de rezar por nosotros”.

Al despedirse, dice de nuevo que sus letras son "de dolor y de amor". Tiene razón. El dolor mantendrá hasta el final de los tiempos el misterio de su significado. Cualquier intento de explicación racional es si acaso un consuelo, y casi siempre inútil. El hombre podrá descubrir una cierta dulzura en sus tormentos; no llegará, sin embargo, jamás a acostumbrarse a sufrir: estaría perdido si lo hiciera.

Sólo queda poner amor en el dolor, y descubrir que la aflic­ción, como lo fue la Cruz para Cristo, es un lugar de paso, que la muerte no dura siempre, y que solamente es eterna la sonrisa de la Resurrección, escondida ya, y floreciente, en el sufrimiento, en el dolor.

ernesto.julia@gmail.com

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