Contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, totalmente pura, humilde, sin soberbia ni presunción, podemos reconocer nuestro destino verdadero: ser amados, ser transformados por el amor de Dios.
Después de una noche de fatiga aparentemente inútil, basta un instante a Jesús para regalar a los discípulos mucho más de lo que podían esperar. Dios es el autor de toda nuestra eficacia.
Jesús resucitado nos invita a contemplar las llagas gloriosas de sus manos y sus pies. Él no desea que olvidemos jamás cuánto nos ha amado, pues en sus llagas hemos sido salvados.
El mismo Jesús que explicó las Escrituras a los discípulos en el camino de Emaús nos habla ahora cuando le escuchamos, bajo la luz del Espíritu Santo, en el Evangelio.
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