La inicua sentencia de Alfredo Dagnino

Alfredo Dagnino Guerra.
Alfredo Dagnino Guerra.

En la localidad cordobesa de Montilla se celebra todos los años un singular acto, la Sentencia Romana de la Centuria “Munda” en la que el ponente condena a Jesucristo según la legislación romana.

Habría que decir que comete, una vez más, a la luz de los actos humanos y de la razón jurídica, fuera a parte del plan divino de salvación, un imperdonable acto de prevaricación. 

En esta ocasión el juez “inicuo”, una personalidad de reconocido prestigio en el mundo del Derecho, era Alfredo Dagnino Guerra, que fue presentado también como Director de Auditoría Interna y Cumplimiento Normativo de la CEE.

El acto tuvo dos momentos. Primero, la lectura del corpus de la Sentencia Romana de la Centuria “Munda” en el Salón de actos “San Juan de Dios”, sobre las cuestiones previas de especial pronunciamiento, jurisdicción y competencia del sentenciador, sobre las reglas que rigen el proceso, sobre los hechos, sobre los fundamentos de Derecho, etc.

Y un segundo tiempo en la iglesia de Santiago con el fallo.

Alfredo Dagnino, que sabe de víctimas, procesos de pasión, persecuciones, difamaciones, injusticias, juicios mediáticos y demás, no dictó sólo sentencia.

Ofreció una lección de Derecho Romano que me retrotraía a los tiempos de sistemático estudio de esas fuentes jurídicas.

Y, sobre todo, una fina meditación espiritual, quizá con menos carga de inclusión de las conclusiones de los estudios histórico-críticos de los textos neotestamentarios de la requerida.  

Toda su intervención merecería una glosa. Recuerdo que Tertuliano y Justino dicen que Pilatos redactó un informe sobre la pasión de Cristo que envió al emperador. Como no lo tenemos, valga este corpus histórico y jurídico.

 

Los lectores no tendrán la oportunidad de leer íntegro el texto de la sentencia hasta dentro de un tiempo.

Permítanme que reproduzca in extenso lo que fue gran parte de su conclusión, el fallo. Una joya también literaria.

Dice así:

“Señor mío:

En el Altar Mayor de esta Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol de Montilla, conmovido ante tu imagen flagelada y que con particular devoción se venera en esta bendita tierra, la imagen del Ecce Homo esculpida por el escultor e imaginero Juan de Mesa “El Mozo” a finales del siglo XVI, y bajo el imponente Santo Cristo indiano de Zacatecas -también conocido como “Cristo de Cortés”-, expresión del barroco colonial traído desde las queridas tierras de Ultramar en 1576, postrado en tu presencia, me dispongo a pronunciar el fallo de mi sentencia:

Señor mío y Dios mío: Creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y del más atroz de todos ellos, que es el que ahora me dispongo a cometer, pronunciar tu condena Señor.

Jesús de Nazaret, creo en Ti como Hijo de Dios vivo, persona de la Trinidad Santa, y creo en tu Santa Cruz como redención mía y redención de toda la humanidad.

Mírame, ¡oh mi amado y buen Jesús!, mi Dios y mi Rey, postrado en tu presencia: te ruego, con el mayor fervor, imprimas juntamente en mi corazón los sentimientos de fe, esperanza, caridad, dolor de mis pecados y firme propósito de jamás ofenderte; mientras que yo, con gran amor y compasión, voy considerando tus cinco llagas, comenzando por aquello que dijo de ti, ¡oh Dios mío!, el santo profeta David y reproduce el Salmista: “Han taladrado mis manos y mis pies, y se pueden contar todos mis huesos” (Salmo 21,17-18).

Me constituyo aquí y ahora, Señor, en tu Sentenciador, porque así lo impone la tradición de la Sentencia Romana, para volver a condenarte a morir en la Cruz.

Y aunque ese poder no nos corresponde a los hombres, como no le correspondía al Sanedrín ni tampoco a Poncio Pilato, y por ello no me corresponde a mí, humilde servidor tuyo, Te condeno.

Te condeno Señor, porque Tu muerte en la Cruz y Tu resurrección es la expresión de la Historia de la Salvación fundada en Tu Persona, verdadero Dios y verdadero hombre. Es la culminación de la obra redentora a través de la realidad de la Encarnación. Dios encarnado en la Historia. Tu intervención en la Historia como “Hijo de Dios”, que te haces hombre por obediencia a la voluntad del Padre y, al hacerte hombre, llegando a ser semejante a nosotros, excepto en el pecado, aceptaste cumplir hasta el fondo su voluntad, y afrontar por amor a nosotros la Pasión y la Cruz, para hacernos partícipes de Tu resurrección, a fin de que en Ti y por Ti podamos vivir para siempre en la consolación y en la paz.

Te condeno Señor, porque condenándote a morir en la cruz se cumplen, como estaba predeterminada de antemano, los designios de la Providencia Divina desde el principio de los tiempos; porque así se cumple la voluntad del Padre, que Tú aceptaste voluntariamente, apurando el Cáliz y dando Tu vida en rescate por muchos. 

Por todo ello, renuevo tu condena a muerte Jesús.

DISPONGO, Señor mío y Dios mío, tu condena a padecer y morir en la Cruz, la cruz del amor y de la salvación, para que tu bendita resurrección nos recuerde que nos has redimido de nuestros pecados.

Contemplándote, comprendo nuestra pequeñez y nuestra finitud, comprendo que por nosotros mismos no podemos ser merecedores de Ti. Nuestra voluntad y nuestros pecados nos atraen hacia la tierra y nos alejan de Ti. 

Y, por ello, hago mía la frase del Salmo:

“Señor, Dios mío, a ti me acojo” (Salmo 7, 2-3).

Te condeno, Señor, porque no quiero la inmortalidad del hombre sino la eternidad de Dios.

Y elevo mi oración para que se cumpla por siempre y hasta el fin de los tiempos la Oración que tú nos enseñaste cuya tercera petición reza así:

“¡Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo!”.

Es decir: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

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