El adiós a un sacerdote ejemplar, don Jesús Amieva

Jesús Amieva Mier.
Jesús Amieva Mier.

Me van a perdonar los lectores, ellos y ellas, pero esta columna me va a salir un pelín emotiva por íntima y personal. Bueno, toda las columnas son personales.

Hace unas horas me acaban de comunicar el fallecimiento en Torrelavega, en mi querido Asilo San José, -bendito don Luis que estás en los cielos -,  del sacerdote don Jesús Amieva Mier.

Cuando escribo estas líneas en la página web de la diócesis aún no han colgado la noticia. 

Si ha habido una persona que, desde joven, por no decir desde niño, me enseñó a salir de la perplejidad eclesial fue don Jesús.

Sobre todo desde el momento en que se hizo cargo de aquellos chavales de la parroquia de San Francisco, de Santander, que nos habíamos quedamos huérfanos por la prematura muerte de nuestro párroco, don Antonio de Cossío y Escalante.

Don Antonio, sí, era el cabecilla, junto con don Teodosio Herrera, de la Hermandad Sacerdotal Española en La Montaña. Sin problemas, todo lo contrario. Aquel grupo de estudiantes de BUP, COU y alguno ya en la Universidad nos habíamos convertido en la generación Juan Pablo II de primera hora y dábamos, en una diócesis problematizada, bastante guerra. 

Don Jesús no era de esa cuerda del todo. De hecho, era el punto de convergencia y confluencia de los progres y de los carcas, para que se me entienda.

Era el teólogo por esencia y excelencia, el moralista, canónigo penitenciario, toda su vida formador de generaciones de niños y jóvenes en el Colegio de los Salesianos, en los diversos Seminarios o experimentos de Seminario, latinista fino, inteligencia rápida, puro silogismo y, sobre todo, un sacerdote íntegro, desprendido, servicial, generoso hasta extremos insospechados, no tenía nada suyo, ni para sí, ni su tiempo.

Inquieto e inconformista, no era precisamente el más “bizcochable” de los curas, ni para el obispo de turno, ni para el vicario general de turno.

 

Había estudiado en Crobán y luego en la Pontificia de Salamanca. Allí hizo dos grandes amigos. El sacerdote burgalés Manuel Guerra, de la Facultad de Teología del Norte de España, con quien todos los veranos compartía mantel durante unos días, y monseñor Elías Yanes, con quien se carteaba e intercambiaba libros.

El obispo Puchol envió a don Jesús a Roma, la Universidad Alfonsiana, para estudiar teología moral y para quitárselo una temporada de en medio, a ver si se actualizaba. 

Volvió a la diócesis con la escolástica y el tomismo afianzados, que no son lo mismo, con una tesis doctoral sobre la sinceridad, que le había traído de cabeza, y con argumentos más que sobrados para poner en solfa la moral de actitudes, fuera de quien fuera, es decir, la de Fidel Herráez o la de Marciano Vidal. Herráez, sí, el obispo. 

La sociedad de la bahía, los STV, es decir, los de Santander de toda la vida, sabíamos perfectamente que para resolver problemas canónicos, es decir, matrimoniales, estaba don Agapito Amieva Mier, -de la generación de Rouco, por cierto, en la Ponti-, y para resolver problemas morales, su hermano Jesús. Y así se mantenía la fe, en gran parte, en esa diócesis, entre los fieles y entre los sacerdotes, también. 

Generaciones de curas de Santander se han formado en las clases de don Jesús, han estudiado noches enteras para los siempre exigentes exámenes de don Jesús, han aguantado las ironías de don Jesús, que no tardaba ni medio minuto en colocarte en tu sitio cuando te pasabas de listo. Fueras arzobispo, obispo, canónigo, coadjutor o monaguillo.  

Pues bien, me imagino ahora a don Jesús en amigable conversación con santo Tomás de Aquino, con algunos de sus venerados profesores, y, sobre todo, con su querido hermano Agapito, otro grande entre los grandes.

Una pena que el nuevo obispo de Santander no haya podido disfrutar de otra de las cualidades que Dios le dio a don Jesús, su implacable memoria, en la que guardaba hasta el más mínimo detalle.

En la Iglesia hay quienes se empeñan en crear perplejidades y quienes dedican su vida a deshacerlas, que es como decir a eliminar complicaciones en la vida de fe de los demás. Ése era don Jesús.    

Gracias, Señor, por haberme permitido conocer a don Jesús Amieva, a quien debo tantos libros, tantas ideas, tantas historias.

Bendito y alabado sea el nombre del Señor. ¡Duc in altum! Descanse en paz.

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