¿Vivir sin arriesgar?

La creación de Adán de Miguel Ángel.
La creación de Adán de Miguel Ángel.

Detrás de los descubrimientos y de las conquistas del hombre que admiramos por doquier, en el macro y en el microcosmo, no es difícil entrever los riesgos, grandes y pequeños, que investiga­dores y científicos han debido afrontar para llegar a la meta. Lógicamente, en la cuenta final queda memoria del éxito alcanza­do; las derrotas, los fracasos, se pierden en el olvido o se esconden en una sonrisa.

Sin arriesgar, no se hubiera conseguido nada. Y todos sabían que arriesgando podían ganar o perder; y si no se exponían, ya lo habían perdido todo. Debe estar escrita por algún lado esta ley de vida; y aunque no estuviera, todos la llevamos grabada en el alma y en el cuerpo: hasta en los músculos, que si no los ponemos alguna vez al borde de la ruptura, no llegan nunca a fortalecerse.

El riesgo no es un desafío irracional a la suerte, como el juego de la ruleta rusa; no es tampoco el lanzarse al peligro por el peligro, sin ningún fin y dejando todo al azar, como si la vida fuera sencillamente una partida de dados, o una especie de lotería, como quien se lanza a cruzar una carretera con los ojos cerrados.

Arriesgar es afrontar ese algo de inseguro, de desconoci­do, de incomprensible que se encierra en cualquier rincón del mundo y en cualquier acción humana. Arriesgando, el hombre se coloca ante el límite de su capacidad personal y de sus posibili­dades de dominio sobre el mundo. La vida no tiene la exactitud de una operación matemática, ni está guiada por un destino ciego. El riesgo, en definitiva, es parte del precio de la libertad; y es también una respuesta del hombre en consonancia con la mente de Dios, que nos ha hecho para que desentrañemos la obra de la creación, y lleguemos así a gozar en plenitud en "la libertad de la gloria de los hijos de Dios".

Entra también dentro de la normalidad de la existencia humana el que el riesgo se viva de forma diferente en la juventud, en la edad madura y en la vejez. Nunca se deja del todo de arriesgar, porque no hacerlo sería dar por concluidas todas las batallas y sería, además, como negar al hombre la capacidad de seguir amando en la tierra hasta el límite de sus días.

Fruto del riesgo son las conquistas de los hombres en todos los planos del vivir: familiar, social, científico, y siempre, moral y espiritual, que también para amar a Dios y al prójimo hay que osar, y generosamente. 

Tampoco podemos pasar la vida exponiéndonos al éxito o al fracaso. En necesario descansar, detenerse de vez en cuando, para ver cómo marchan las cosas, para gozar de lo ya conseguido, para medir las fuerzas gastadas y las que quedan a disposición, que en el vivir las fuerzas se reponen siempre si las gastamos en amar. En definitiva, es preciso que tomemos conciencia de nuestros límites, para no arriesgar más allá de nuestra capacidad de dominio; y a la vez, para gozar de la alegría de descubrir los nuevos horizontes que se nos abren cada vez que arriesgamos.

Algunos sociólogos han llamado repetidamente la atención, al descubrir entre los habitantes de Europa una casi obsesión por la seguridad. Alguien ha comentado que nuestra civilización, más que estar basada en la libertad, en la democracia, en el capital o en el trabajo, está fundamentada en las compañías de seguros. Si hace unos años el ansia de inseguridad podía provenir del temor a una invasión de la entonces Unión Soviética con sus aliado, o a una guerra nuclear;  ahora han vuelto a florecer ese sin fin de temores que hacen inseguro el cotidiano vivir. Y se hace necesario salir de ese estado.

¿Qué nos puede impedir arriesgar? Normalmente hay tres grandes motivos: el miedo, el cansancio, la satisfacción en medio del aburguesamiento por el bienestar logrado. El miedo nos lleva a fabricar barreras protectoras por doquier. El posible fracaso, la incógnita de lo desconocido, pueden atenazar nuestras energías, bloquearnos y dejarnos anclados en puerto hasta quedarnos consumidos. No nos atrevemos a salir a la mar ni aún después de haber amainado la tormenta, por temor a la próxima marejada que entrevemos oculta en algún rincón. El miedo a un nuevo sufrimiento comprime los resortes del espíritu, lo acobarda, y lo vuelve incluso capaz de no amar, de no servir a nadie, para no sufrir un nuevo desengaño, sin darnos cuenta de que el hecho de amar, de servir a los demás, es ya una victoria.

 

El cansancio se nos echa encima de diversas maneras: una serie de experiencias negativas puede acabar con la constancia de cualquiera; la enfermedad, el mal tiempo, las insidias, la compasión que todos sentimos, de una forma u otra, por nosotros mismos; lo lejos que se ve la meta soñada, que nos hace ser penetrados por el desánimo ante la seguridad de no alcanzarla. Cualquier motivo es bueno para dar alas al cansancio, considerar concluida la parte de aventura humana que nos ha tocado vivir, y decidir solamente "matar el tiempo" en espera de la llamada definitiva.

Pero no sólo la dificultad de alcanzar el fin, también la satisfacción por pensar en haberlo ya alcanzado, nos paraliza. "La vida no da para más; ya he exprimido todas las riquezas del vivir", podemos pensar, y resolvemos proseguir nuestra existencia sencillamente consumiendo, viviendo de rentas. Parece que no hay nada más que decir; y ni siquiera se corre el riesgo de preocu­parse de las necesidades de los demás.

Y es quizá la satisfacción el enemigo más insidioso, porque nos quita el ánimo de ver el mundo de una forma nueva cada mañana, cada tarde, cada anochecer; y saborear tantas maravillas escondidas en las rugosidades de la tierra, y en los pliegues del corazón humano.

El hombre es, ciertamente, un ser vulnerable y nunca lo es tanto como cuando, en vez de enfrentarse con el riesgo de cada día, comienza a buscar refugio en cualquier esquina, a soñar con la quietud del "bunker", del "cielo artificial", del "refugio". Es entonces el momento de redescubrir el sentido hondo de esos dones con los que Dios nos ha creado: un corazón grande capaz de cualquier empresa, una inteligencia abierta para escudriñar todos los horizontes, y una amorosa libertad que nos espolea y nos empuja a arriesgar de nuevo hasta el último pálpito de nuestro corazón.

ernesto.julia@gmail.com

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