El tesoro de la familia

El recién creado cardenal Fernando Sebastián ha escrito un artículo –“Primero la familia”- en la revista Palabra, que vale la pena leer. Bien consciente de la importancia de la familia en la transmisión de la Fe, y en la construcción de un buen orden en la sociedad, el cardenal recuerda:

“Sin el fundamento de una fe viva, consciente y explícita, alimentada cada día en la oración personal y conjunta, no podemos hacer frente a la fuerza disgregadora del laicismo, que está arruinando lamente y la vida de tantos cristianos”.

Y me pregunto: “Hacer frente a la fuerza disgregadora del laicismo, ¿es todo lo que  podemos hacer?

Pienso que no; aun comprendiendo bien lo que Sebastián quiere decir. La debilidad de algunas familias cristianas no proviene del laicismo, que apenas vive de los restos de cristianismo que quedan en su interior, sino de la debilidad del conocimiento de la realidad de la familia como Dios la quiere, que tienen mucho cristianos. Y la catequesis que han recibido también es responsable de buena  parte en los resultados.

Hoy la Iglesia ha comenzado a llevar adelante causas de beatificación de matrimonios, marido y mujer, en un solo proceso. Vale la pena seguir este camino de ensalzar, de dar relevancia a la riqueza humana, cristiana, santa de la familia querida por Dios desde el comienzo del género humano, y convertida en Sacramento de la Nueva Alianza, por Jesucristo.

La realidad sacramental del matrimonio, al transformar la unión natural en una fuente de la Gracia divina, convierte al matrimonio en un campo de acción de Dios y, por consiguiente, en un instrumento de santidad como son todos los sacramentos.

 Josemaría Escrivá ha entendido muy bien esta consecuencia de la realidad sacramental del matrimonio: “El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural (...) signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra” (Es Cristo que pasa, n. 23). Y el hablar hoy de “vocación a la santidad del matrimonio” es ya lugar asentado en la pastoral de la Iglesia.

¿Qué significa aceptar esta sacramentalidad, el hecho de que Dios interviene en el matrimonio? Que el matrimonio no es una realidad que se resuelve y se configura  exclusivamente entre un hombre y una mujer: Dios está también allí.

El matrimonio se fundamenta, sí,  en el consentimiento del hombre y de la mujer para vivir esa unión; y a la vez, al dar ese consentimiento, los esposos saben que se encuentran ante una realidad que ellos no han establecido en todos sus pormenores: han aceptado unas condiciones –unidad, indisolubilidad, apertura a la vida- que Dios señala, y las reciben conscientes y sabedores de que es lo mejor, y lo más adecuado para el bien y la plena realización de la unión que se disponen a instaurar y a vivir. Y lo mejor, además, para cada uno de los cónyuges y para sus hijos.

 

Aun siendo el  laicismo un enemigo importante, no sólo de la Iglesia, sino del hombre, en cuenta quiere borrar de él la perspectiva de eternidad, de vida eterna; en esta batalla, santa batalla que no guerra, para asentar bien los fundamentos de la familia, pondría más empeño en que los cristianos descubramos el interés de Dios en cada familia, la presencia de Nuestro Señor Jesucristo en las tareas y afanes de cada familia; el pleno sentida de la familia: hacer posible que el amor siga vivo en esta tierra, fruto del Amor de Dios que la ha creado.

Y así, los esposos descubrirán el gran tesoro de la familia. ¿Qué tesoro?

Saber que Dios quiere unir al hombre y a la mujer en su obra creadora, redentora y santificadora. Con la realidad natural del matrimonio, el hombre y la mujer se unen a la obra creadora; con realidad sacramental Dios vincula a la mujer y al hombre a la acción redentora; y como siempre la redención y la santificación van unidas, el matrimonio se convierte en camino de santidad.

El ejemplo de esa familia mexicana, presidida por abuelos en torno a los 100 años, y que reúne a 11 hijos, 65 nietos, ll0 bisnietos y 18 tataranietos; que reza ante la Virgen de Guadalupe y ante una cruz de madera tallada, es una luz encendida para muchos matrimonios.  Y las palabras del Papa Francisco animando a las familias a recorrer su camino en Jesucristo, un canto a la fidelidad de los esposos, fidelidad entre ellos y con Dios.

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com


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