La alegría de dar las gracias

Dar gracias a Dios.
Dar gracias a Dios.

En pocos momentos de la vida es más grande el ser humano que cuando da gracias; solamente se supera, si acaso, al perdonar con la conciencia clara de que también él necesita ser perdonado. Un corazón agradecido es un bálsamo de serenidad y de paz en el bullir cotidiano, y lo saben bien, porque gozan de su sosiego, quienes le rodean y conviven con él.

Y, sin embargo, éste del agradecer es uno de los aspectos de nuestra vida que permanece más en penumbra. Tenemos un cierto pudor a dar las gracias, como si perdiéramos algo de honra, de honor, de dignidad al reconocer y manifestar nuestro agradecimiento por un servicio prestado.

¿Existe un hombre, una mujer, que pueda decir sin ruborizar­se, y sin hacer comedia, "no tengo nada que agradecer a nadie"?  Yo, desde luego, no; y soy consciente de que para dar gracias hay muchos más motivos de los que podamos imaginar. Y no pienso ahora en mis padres, a quienes nunca podré agrade­cer del todo el don de la vida y los sacrificios y disgustos que les habré ocasionado, aunque siempre le queda a uno la consolación de que, como buenos padres, se habrán contentado con las alegrías recibidas, que a los padres siempre parecen pocas, y con razón.

Tampoco tengo en la cabeza a las personas de más relieve humano, profesional, espiritual, que he encontrado, y encuen­tro, en el curso del vivir; ni siquiera a los profesores y maestros, de Universidad, Institu­to, etc.; ni a la no breve relación de escritores: santos, científicos, teólogos, novelis­tas, filóso­fos, dramaturgos, con quienes he mantenido un diálogo, personalmente y/o a través de sus libros, en el transcur­so de los años. Diálogo que me esfuerzo en mantener abierto, porque el monólogo hace daño al cuerpo, desequi­libra la psique y empobre­ce lamentable­mente el espíritu.

Quizá cada una de esas personas merece un capítulo aparte en el agradecimiento; capítulos prácticamente imposibles de llenar, sencillamente porque nunca llegamos a adquirir plena conciencia de la influencia, de la ayuda y del bien que recibimos de los demás.

¿Quién podría expresar en toda su riqueza las vivencias de su alma al presenciar el llanto de su madre en la muerte de uno de sus hermanos, o su alegría en el bautizo de la última hermana aparecido en el mundo al cabo de los años­? Y, ¿quién se atrevería a dejar escritos sus impresiones del primer día de escuela y de las lágrimas añorando el hogar materno, o el inefable primer encuentro con Cristo en la Comunión, o la primera vez que abrió el Nuevo Testamento y sus ojos se abrieron en la luz del prólogo del Evangelio de San Juan; o de la primera oportunidad en la que su corazón no le cupo en el pecho y se sintió sin fuerzas de parar su marcha hacia la persona amada?

Y junto a todo esto, tantos detalles a los que quizá hemos prestado muy poca atención, que hemos agradecido casi por compromiso, pero que han dejado no obstante todo, una huella de agradecimiento en el alma. Una sonrisa de un amigo en un momento de triste­za; una palabra de aliento de alguien con quien apenas nos tratábamos en un instante de tribulación; un consuelo, un gesto de reconoci­miento, unas letras merecidas de alabanza, etc.

Comprendo que la lista sería interminable, imposible de completar. Y no podemos limitarnos a aludir a acciones de gracias que anhelan corresponder de algún modo a servicio claramente recibido. Hay un gozo más profundo en la alegría sentida al ser cons­cientes de esa corriente casi desconocida de gracias, de dones, de regalos del cielo que nos llega a través de una multitud de personas con las que apenas cruzamos nuestra vida.

Recuerdo con agradecimiento, vivo aún hoy, la sonrisa de un anciano campesino, cargado de años y ya sin familia después de haber visto morir a su esposa y a sus tres hijos. Lo encontré en un hospital y le pregunté, sencillamente para romper el hielo, si necesitaba algo. Su respuesta fue rápida: "No; muchas gracias; a mí ya sólo me falta el paraíso".

 

Y con agradecimiento similar, me viene ahora a la memoria una noble señora, deseosa de acabar sus últimos días en la tierra con la misma dignidad con que había vivido los anterio­res. Preocupa­da ya solamente de crecer un poco en el amor a Dios, no abandonó la atención de su persona; y me gusta imaginar que sus manos, tan delicadas y cuidadas como el día en que hizo su presentación en sociedad, no se habrán quedado en el sepulcro y la habrán acompañado en su encuentro definitivo con Dios.

Otras veces han inundado nuestro espíritu los deseos de agradecer acontecimientos tan sencillos y familiares como un gesto, una lágrima, una enferme­dad, la alegría de una boda popular, las sensaciones de un anochecer de verano, de un amanecer de primavera, de un mediodía de invierno, de un atardecer de otoño.        

Tengo la impresión de que cualquier acción de gracias es una gran colaboración con el Creador para restaurar el equili­brio interno del universo; por la sencilla razón de que supone devolver cada cosa a su sitio, retornar a la justicia original y recibir además cualquier cosa como un don. En algunos países, el gesto de dar limosna a un pobre verdadero -y subrayo lo de verdadero- se acompaña con un "gracias", por la ocasión que ha brindado de llevar a cabo una buena acción.

Dar gracias, en definitiva, viene a ser como recuperar la inocen­cia del primer estado del hombre y de la mujer, recién salidos de las manos del Creador. Y como la creación es fruto del amor que Dios nos tiene, también el dar las gracias manifiesta el amor que nos une a todos los mortales; esa profunda dependencia y comunión que nos lleva a reconocer que ningún otro ser humano nos es extraño.

ernesto.julia@gmail.com

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