Flores en invierno

Flores
Flores

"Todo cuanto me circunda se trueca para mí en un paraíso". No todos los mortales o, al menos, no siempre, al contemplar las personas, las cosas, los acontecimientos en medio de los que transcurren nuestras jornadas, podemos hacer nuestras estas palabras que Goethe pone en boca de su Fausto, en el acto primero de la segunda parte.

Para nuestra desgracia, no tenemos ojos para ver el paraíso y tampoco usamos, los que nos han sido donados, para gozarnos en esos ejemplos que Dios ha puesto a nuestro alcance, escondidos en la naturaleza y en el corazón de las personas queridas.

Desde tiempo inmemorial, quizá incluso desde sus primeros pasos sobre la tierra al abandonar el paraíso, el hombre anda buscando el secreto de vivir con la paz y la serenidad que le permita ser incólume al abatimiento; que le dé la clave para ser invulnerable a las circunstancias adversas que encuentra por doquier. Los hombres, conscientes de nuestra debilidad, de nuestra flaqueza, no acabamos de hacernos a la idea, mucho menos a acostumbramos, y todavía menos, a sacarle un buen partido, a llevar siempre con nosotros un "talón de Aquiles", que deja bien al descubierto nuestra fragilidad.

En un alarde de imaginación, y de ceguera, podemos llegar a olvidarnos de nuestra propia muerte -la gran fragilidad-, y pasarnos la vida fingiendo ante nosotros mismos que la muerte no existe, que volvemos a la "nada", que nosotros desaparecemos del todo al llegar el último palpitar del corazón. Me parece que se necesita una imaginación poco ordenada y bastante nebulosa, para conseguir engañarse a sí mismo y descansar tranquilos y contentos en ese "mito de la nada".

El no estar siempre en medio del paraíso, no quiere decir que haya desaparecido del todo nuestra capacidad de transformar lo que nos rodea en un lugar llevadero, agradable, acogedor incluso. Casi nos es suficiente poner un poco de esfuerzo para conseguir, al menos de vez en cuando, triunfar en el difícil arte de no abatirnos, de no desanimarnos, de no desfallecer, y de aceptar los fracasos, grandes o pequeños, que siempre están al acecho y que al fin hacen siempre su aparición, por mucho esfuerzo que pongamos en impedirlo.

La esperanza de mantener la paz y la serenidad, incluso en momentos de grandes crisis, no parece ser la virtud más enraizada en el espíritu hoy imperante, y tampoco la más apreciada, quizá porque los ojos de algunos hombres de hoy se han desacostumbrado a mirar al cielo. El espíritu cristiano tiene todavía mucho camino que recorrer para alcanzar la conversión de todos.

Hace algunas semanas, en pleno invierno, en el ángulo de un jardín, me topé con un rosal, abandonado de años y a duras penas florecido: un par de flores ya marchitas, y un capullo apenas abierto. Bastaba verlo para darse cuenta de su estado de abandono: llevaba años sin la cura de una buena poda, y sin recibir la caricia de la mano de un jardinero. Las rosas se habían abierto camino, no obstante todo. Y a mí, me bastó el aroma de aquel brote para sonreír agradecido, y fortalecer el ánimo. Una vez más, descubrí esa voz silenciosa, tantas veces escondida, que nos espera escondida en cada acontecer, quizá para transmitir a nuestro espíritu un algo divino, como ese "acento" que expresó Antonio Machado en versos dedicados a Juan Ramón Jiménez: "Después se escuchó el acento / de un oculto ruiseñor".

Un rato antes había mantenido una larga conversación con un conocido, que había llegado en su vivir a una de esas alturas del tiempo en las que la vida da un quiebro. Estaba obstinado en ver el panorama de su día, de toda su vida, de un color decididamente oscuro y sombrío. No veía solución a ninguno de los múltiples problemas que le agobiaban; y tenía un miedo atroz a siquiera intentar recorrer los posibles caminos que se vislumbraban.

El miedo le atenazaba: cualquiera de las soluciones que veía posible tomar se le presentaban llenas de asechanzas. En vez de senderos de salvación, veía por doquier cauces que conducían a una catástrofe más o menos anunciada. Se repetía a sí mismo que ya la vida le había dato demasiados palos como para continuar exponiéndose a recibir más. Era hora de defenderse, y más en estos momentos de crisis generalizada. Cualquier movimiento le producía agobio. Mi conocido parecía no tener ya oídos para el canto de ningún "oculto ruiseñor".

 

Opté por invitarle a contemplar el rosal "de invierno florecido", y ya los dos en el rincón del jardín -él gusta mucho de la poesía- le recordé el comentario que Jorge Guillén escribió a la altura de sus setenta: "Mi afán del día no se desalienta, / A pesar de ser frágil lo que amaso".

El rosal no alcanzaba esa cuenta de años, pero tampoco había comenzado ayer a echar raíces. La fragilidad de la rosa apenas en flor era bien patente. Una piedra suelta, el movimiento rápido de un animal, gato o perro que fuera, la curiosidad de un niño, podrían concluir su aventura en cualquier momento.

"Muchas gracias", me dijo al despedirnos, y añadió: "¿De verdad piensas, que también puede florecer mi invierno?"

 ernesto.julia@gmail.com

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