El valor del silencio en un mundo demasiado acelerado

Desde hace años tengo una tertulia sobre temas doctrinales con un grupo de viejos amigos en casa de uno de ellos. Suele ser el primer jueves de cada mes. En la última temporada hemos repasado cuestiones relacionadas con el Concilio Vaticano II. Para octubre, el tema principal era la doctrina de la asamblea ecuménica sobre los medios de comunicación. Como el día seis coincidía con el aniversario de la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer, en la tertulia salieron diversos detalles de la vida y de las enseñanzas de éste.

Entre otras coincidencias, señalé la relativa al Catecismo de la Iglesia Católica, que dedica, por vez primera en la historia, bastantes números a la comunicación,  y no sólo al octavo mandamiento y la veracidad. Viene a resumir el Decreto conciliar Inter mirifica. La inclusión catequética de los grandes temas de la doctrina social de la Iglesia fue un sueño de san Josemaría, que se cumplió al final de 1982.

Otra coincidencia: la admiración por las maravillas de la información en el siglo XX, antes incluso de la profunda revolución operada por las nuevas tecnologías. El Concilio arranca así su decreto del 5 de diciembre de 1963: “Entre los maravillosos inventos de la técnica que, principalmente en nuestros días, extrajo el ingenio humano, con la ayuda de Dios, de las cosas creadas...”, están los que abren nuevos caminos para comunicar noticias e ideas “a las multitudes y a toda la sociedad humana”. El fundador del Opus Dei había escrito un documento en 1946, que tituló en lengua latina Numquam antehac, donde comenzaba exponiendo la influencia de las fuentes de información y los nuevos métodos de comunicarla en la expansión de la libertad: consideraba inimaginable la extensión de esos medios, con una trascendencia decisiva “en la instrucción y formación humana, moral, social y religiosa: de ahí su extraordinaria importancia”.

Tuvo siempre muy clara la necesidad de leer la prensa, para estar al día, sin vanas curiosidades.  Pero esa lectura dio lugar a escenas impresionantes de su vida mística. Por ejemplo, el 26 de febrero de 1932 escribe: “Quiero anotar, porque es algo raro, que Jesús suele darme oración cuando leo la prensa”. Y un mes más tarde: “Es incomprensible: sé de quien está frío (a pesar de su fe, que no admite límites) junto al fuego divinísimo del Sagrario, y luego, en plena calle, entre el ruido de automóviles y tranvías y gentes, ¡leyendo un periódico!, vibra con arrebatos de locura de amor de Dios”.

He recordado todo esto al leer en prensa francesa e italiana la noticia de la presentación de un nuevo libro del Cardenal Robert Sarah, en la estela del precedente Dios o nada, de tanta difusión. De nuevo, a modo de entrevista con el escritor Nicolas Diat, esta vez sobre “la fuerza del silencio”, una especie de alegato contra “la dictadura del ruido”.

Según las informaciones aparecidas con motivo de la presentación del libro en Roma, la llamada al silencio atraviesa sus páginas, algo aparentemente paradójico en una sociedad azacanada por las exigencias diarias, la urgencia de las decisiones o la abundancia de una información no fácil de calibrar. Justamente por eso, el cardenal señala la importancia –hasta la urgencia- de valorar la raíz de lo indispensable para encontrar a Dios y cumplir lo que espera de cada uno.

Resulta ineludible evocar antiguos debates clásicos –luego, específicamente cristianos- sobre la contemplación y la acción, las virtudes pasivas y las activas, lo espiritual y lo temporal, las relaciones entre ciencia, técnica y fe. Pero, como subraya Robert Sarah, el silencio no es simplemente ausencia de ruido, o un vaciamiento como el propuesto por espiritualidades asiáticas. Invita a callar y a controlar las sensaciones o la imaginación, para permitir que Dios se haga presente en el alma. Metafóricamente, resulta vital retirarse al desierto, para “combatir la dictadura de un mundo lleno de ídolos, rebosante de bienes materiales y técnicos, dominado por los medios de comunicación, un mundo que huye Dios refugiándose en el ruido”. De ahí un capítulo a tres, con la expresa participación del abad de la Grande Chartreuse, fundada en 1084 por san Bruno.

Todo indica que no se trata sólo del silencio litúrgico, del que ha hablado en más de una ocasión el prefecto de la Congregación del Culto –frente a la “omnipresencia del micrófono”-, en la estela de antiguos deseos de Benedicto XVI y sugerencias más recientes de Francisco. Tampoco de utopías sobre las que se discute intelectualmente. Más bien de redescubrir el tesoro cristiano del silencio interior, del silencio de la oración, de la primacía de contemplación sobre acción. Son realidades básicas, por lo demás perfectamente compatibles con el empeño por la santificación de lo temporal, de las cosas ordinarias de la vida corriente en medio del mundo.

 
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