También el papa Francisco sueña con una nueva Europa

El Papa Francisco, bendiciendo ayer la Plaza de San Pedro vacía.
El Papa Francisco, bendiciendo la Plaza de San Pedro vacía.

En medio de tantos y tan graves acontecimientos que reclaman nuestra atención, han podido pasar inadvertidas efemérides de momentos importantes para la historia de la Iglesia en Europa, como el 40º aniversario de la Comisión de las Conferencias Episcopales de la Unión Europea (COMECE), el 50º de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la Unión Europea y el 50º de la presencia de la Santa Sede como Observador Permanente ante el Consejo de Europa. Antes, se había celebrado el 70º aniversario de la memorable Declaración Schuman.

No ha sido así en Roma: el papa Francisco encomendó al cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin, que atendiera a esos eventos, de acuerdo con el espíritu que le transmitió en una sentida y meditada carta, publicada por los servicios informativos vaticanos.

El pontífice tiene muy presente el grito a Europa de san Juan Pablo II en Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, durante su visita a la península ibérica: “vuelve a encontrarte. Sé tú misma”. También Francisco quiere decir a Europa: “Tú, que has sido una fragua de ideales durante siglos y ahora parece que pierdes tu impulso, no te detengas a mirar tu pasado como un álbum de recuerdos. (...) Europa, ¡vuelve a encontrarte! Vuelve a descubrir tus ideales, que tienen raíces profundas. ¡Sé tú misma! No tengas miedo de tu historia milenaria, que es una ventana abierta al futuro más que al pasado. No tengas miedo de tu anhelo de verdad, que desde la antigua Grecia abrazó la tierra, sacando a la luz los interrogantes más profundos de todo ser humano; de tu sed de justicia, que se desarrolló con el derecho romano y, con el paso del tiempo, se convirtió en respeto por todo ser humano y por sus derechos; de tu deseo de eternidad, enriquecido por el encuentro con la tradición judeo-cristiana, que se refleja en tu patrimonio de fe, de arte y de cultura”.

En la carta se advierte también el eco de la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa de 2003, que abordaba más bien los procesos de evangelización y recristianización de una sociedad secularizada tras la Ilustración. Sólo echo de menos una posible referencia al gran discurso del cardenal Ratzinger en Subiaco, el 1 de abril de 2005, menos de tres semanas antes de su elección, al recibir el premio “San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa”.

Del texto de Francisco a Pietro Parolin, me permito destacar los sueños del pontífice, que va desgranando en párrafos sucesivos. No es el menor, en tiempos de pandemia, el redescubrimiento de “ese camino de la fraternidad, que sin duda fue el que inspiró y animó a los Padres fundadores de la Europa moderna, a partir justamente de Robert Schuman”.

El papa sueña con “una Europa amiga de la persona y de las personas. Una tierra donde sea respetada la dignidad de todos, donde la persona sea un valor en sí y no el objeto de un cálculo económico o una mercancía”. A partir de ahí, se entiende el cuidado de la vida desde que surge en el seno materno hasta su fin natural, la responsabilidad ante el trabajo, la protección de los más frágiles y débiles...

Sueña “una Europa que sea una familia y una comunidad. Un lugar que sepa valorar las peculiaridades de todas las personas y los pueblos, sin olvidar que estos están unidos por responsabilidades comunes”. No otra cosa significa la familia “a partir de la diferencia fundamental entre hombre y mujer”. “Europa es una auténtica familia de pueblos, distintos entre sí, pero sin embargo unidos por una historia y un destino común. Los últimos años, y aún más la pandemia, han demostrado que nadie puede salir adelante solo y que un cierto modo individualista de entender la vida y la sociedad lleva solamente al desánimo y a la soledad”.

Sueña “una Europa solidaria y generosa. Un lugar acogedor y hospitalario, donde la caridad —que es la mayor virtud cristiana— venza toda forma de indiferencia y egoísmo”. El papa ha tratado por extenso la fraternidad en su última encíclica. Aquí el sueño europeo “significa particularmente hacerse disponible, cercana y diligente para sostener —a través de la cooperación internacional— a los otros continentes —pienso especialmente en África—, de modo que se resuelvan los conflictos en curso y se ponga en marcha un desarrollo humano sostenible”.

Sueña, en fin, “una Europa sanamente laica, donde Dios y el César sean distintos pero no contrapuestos. Una tierra abierta a la trascendencia, donde el que es creyente sea libre de profesar públicamente la fe y de proponer el propio punto de vista en la sociedad. Han terminado los tiempos de los confesionalismos, pero —se espera— también el de un cierto laicismo que cierra las puertas a los demás y sobre todo a Dios, porque es evidente que una cultura o un sistema político que no respete la apertura a la trascendencia, no respeta adecuadamente a la persona humana”.

 
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