La supuesta islamofobia contrasta con el aumento de mezquitas en Occidente

Leí casi a la vez la queja del consejo islámico francés por el avance de la islamofobia, con la noticia sobre la futura gran mezquita de Barcelona, que podría instalarse nada menos que en la antigua plaza de toros. Así lo vino a sugerir el presidente del grupo popular en el Ayuntamiento, en una reunión con periodistas celebraba junto a la Monumental, en la que dio a conocer la existencia de un informe terminado el pasado mes de diciembre, con un título extenso y poco correcto lingüísticamente: “Dictamen sobre el posicionamiento del Ayuntamiento de Barcelona en relación a las comunidades musulmanas”.

Me recordó mis impresiones de un reciente paseo por el centro de la Ciudad Condal: la identidad catalana, si alguna amenaza real tiene, dependería de la excesiva presencia de gente oriental en calles y comercios. Imagino que muchos –del Magreb o de Pakistán‑ profesarán la religión de Mahoma y, por tanto, echan de menos un centro de culto a la altura de su número. Hace menos de un año, según datos de la Generalitat, había en Cataluña 232 centros de culto islámico, incluidos los 24 de Barcelona. Pero, aunque no sea probable, transformar un coso taurino en mezquita no dejaría de ser un cambio cultural de importancia.

También resulta significativo el interés de gobiernos de izquierda por el culto musulmán. Todo fueron facilidades en su día, en Roma, para la gran Moschea; como la cesión de terrenos, por parte del ayuntamiento de Madrid que presidía Tierno Galván. Ahora tocaría el turno al aún alcalde socialista de Barcelona, según la información publicada en La Vanguardia. Contrasta con actitudes belicosas frente a la Iglesia católica, incluido el mantra de la “denuncia del concordato”, o con el comportamiento de ciertas derechas próximas al extremismo, como algunos miembros del consejo regional de Lombardía: han presentado un proyecto que haría prácticamente imposible la construcción de mezquitas, en contra de la política municipal de Milán...

Pero, en este punto, como en tantos otros, los musulmanes son insaciables, y aplican con aplomo la ley del embudo. Exigen ‑con razón‑ el derecho a profesar públicamente su fe, mientras lo niegan –hasta la violencia‑ en Estados confesionalmente islámicos. Se comprende la decisión adoptada por algún país del norte de Europa, que no concederá licencias en este campo, mientras no haya igualdad de trato para los cristianos de tantos países de mayoría mahometana.

La difusión de las creencias religiosas en las últimas décadas ha dependido mucho de los movimientos migratorios. La Iglesia católica ha hecho un esfuerzo ímprobo para prestar asistencia religiosa a los miles de inmigrantes filipinos que trabajan en tierras del Golfo pérsico, casi siempre sin colaboración de las autoridades estatales. No es así, en cambio, para los musulmanes, ni siquiera en países no mayoritariamente cristianos, como es el caso de Japón: en 1970 sólo había allí dos mezquitas; hoy, en ese archipiélago, hay más de doscientas. Pero no parece que se vaya a producir ningún cambio cultural, como tampoco el derivado del creciente interés por el cristianismo en aquellas islas.

Comencé a escribir estas líneas antes del último atentado en Copenhague, triste eco del perpetrado el pasado enero en París. Aparte del tema en sí, me recordó detalles del islamismo en Dinamarca. Sucedió a finales de octubre pasado: la junta, con mayoría musulmana, de una asociación de vecinos de la ciudad de Kokkedal rechazó destinar unas 7.000 coronas (poco menos de mil euros) para la instalación del árbol y la celebración de las tradiciones de la Navidad. La negativa contrastaba con las 60.000 coronas (unos 8.000 euros) gastadas ese mismo año para la organización de Eid al Fitr, la celebración del final del Ramadán.

Esa actitud da vuelos a los movimientos xenófobos que circundan el norte de Europa, ante las consecuencias de la inmigración sobre la propia identidad cultural. Coincide –forzoso es reconocerlo‑ con el declive conjunto de la demografía y de las antiguas confesiones cristianas nacidas de la Reforma. Pero se justifica la exigencia, al menos, de tolerancia por parte de los discípulos de Mahoma cuando se plantea este tipo de problemas. Porque el respeto a la libertad religiosa, subrayado por el Concilio Vaticano II para los católicos, en modo alguno significa debilidad de la fe; más bien la fortalece, en cuanto signo de caridad.

 
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