La responsabilidad de los laicos ante la familia apreciada y vilipendiada

El Papa ha dedicado varias audiencias generales de los miércoles a exponer aspectos centrales de la doctrina católica sobre el matrimonio y la familia: irán calando poco a poco en el ánimo de todos, especialmente en este tiempo de espera y preparación de un nuevo sínodo de obispos de todo el mundo en Roma.

Pero en la mayor parte de los documentos del magisterio que he releído últimamente, se insiste en la responsabilidad de las propias familias cristianas. Ciertamente, la jerarquía tiene el deber pastoral de prestarles abundantemente los medios para que cumplan su misión en el mundo. Pero la responsabilidad es suya: no se puede delegar. Al cabo, la repetida referencia a la familia como “célula de la sociedad” confirma que se trata de una comunidad humana básica; y la misión de los laicos, como proclamó el Concilio Vaticano II, consiste sustancialmente en iluminar y ordenar las realidades temporales según el designio de Dios Creador y Redentor. Sin olvidar, claro, que el matrimonio es un sacramento –significa y opera la gracia-, pero sus ministros son los propios cónyuges. La presencia del sacerdote en la manifestación del compromiso de los contrayentes, impuesta en tiempos de Trento como requisito de validez, no deja de ser una exigencia formal, no sustancial.

El Magisterio de la Iglesia –también los excelentes textos de la Conferencia episcopal española‑ ofrece numerosas perspectivas que facilitan el diagnóstico, esencial para aplicar luego terapias reparadoras. Los laicos, inmersos en la realidad social del mundo presente, tienen especial capacidad para ese discernimiento, a partir de su ciencia y de sus experiencias personales. Como señaló la constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, Cristo “los constituye sus testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cfr. Act 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del evangelio brille en la vida diaria familiar y social” (n. 35).

Los esposos cristianos sienten en su propia carne esa contradicción cultural de nuestro tiempo: la familia es a la vez apreciada y vilipendiada. Al recuerdo nostálgico se une la realidad sociológica de tantos problemas –el desempleo no es el menor‑ resueltos o soportados gracias al apoyo de los más próximos. Sin embargo, resulta difícil encontrar una institución social que reciba peor trato en los medios de comunicación dominantes, o en las políticas de países como los mediterráneos: se reitera continuamente la queja contra gobiernos de Italia o España, con independencia de su orientación ideológica.

A pesar de esto, son muchos los signos positivos. Se pueden repasar telegráficamente: conciencia más viva de la libertad; búsqueda de calidad en las relaciones interpersonales; promoción de la dignidad e igualdad de la mujer; procreación responsable; prioridad a la educación de los hijos; ayuda a otras familias, dentro de la responsabilidad por construir una sociedad más justa. Frente a tanto individualismo más o menos pragmático, no se pueden desconocer experiencias sociales abundantes de solidaridad y voluntariado, protagonizadas por y para las familias.

Esos elementos constituyen la base para cimentar los esfuerzos para superar los no menos evidentes signos negativos que surcan el panorama familiar contemporáneo. También a modo de síntesis, basta señalar la crisis de autoridad de los padres, las dificultades en la transmisión de sus valores, la banalización del divorcio –consecuencia quizá de cierta fragilidad e inestabilidad afectiva‑, la difusión de mentalidad antinatalistas.

Las políticas estatales –jurídicas, laborales, fiscales‑ no siempre favorecen la vida familiar. A veces, por simple olvido de medidas que facilitarían la formación y el mantenimiento de un hogar. Otras, por la incorporación al ordenamiento de situaciones privadas que no merecen el mismo reconocimiento que la familia propiamente dicha, hasta el punto de negar su mismo concepto: al proteger todo tipo de relación afectiva, los deseos se transforman en derechos, con el riesgo de consolidar un principio de autoafirmación negativo para los derechos de los demás.

Sentimientos e impulsos más bien irracionales favorecen la afirmación del yo, pero pueden desintegrarlo, sometido a meros instintos, fácilmente manipulables desde las instancias del poder audiovisual contemporáneo. Lo escribían los obispos españoles en 2001: “Ya desde la antigüedad la búsqueda de la verdad se expresaba en la frase del oráculo de Delfos: ‘¡Conócete a ti mismo!’ ¡Qué drama ocurre en el hombre cuando pierde el anhelo de la búsqueda del sentido de su existencia! Como decía Sócrates, ‘una vida sin búsqueda no es digna de ser vivida’. Entonces, deja de conocer la verdad de sí mismo y se encuentra perdido en la tarea de construir su vida. / Ante todo, deja de reconocerse en su plenitud personal, esto es, dotado de una naturaleza racional capaz de conocer la verdad y una apertura a las relaciones personales, a la comunicación y enriquecimiento con otras personas”.

 
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