Mi protesta contra los sedicentes buenos que insultan a los malos

Constitución Española 1978.
Constitución Española 1978

Recientemente, con motivo de la vacunación antigripal, pasé un rato en un ambulatorio y me entretuve viendo los carteles y pósters que decoran las paredes de los vestíbulos. Me fijé en la afición a los decálogos: salud en general, alimentación, o uso de los antibióticos. Caí en la cuenta de que diez preceptos son muchos, con perdón de Moisés, el gran legislador histórico. Tienen el riesgo de que olvidemos los últimos. Y pensé que eso pasa con el auténtico Decálogo y el desconocimiento, al menos en España, del octavo mandamiento.

Muchos reducen ese mandato sobre la veracidad a no mentir ni prestar falsos testimonios. Pero las exigencias de buscar y difundir la verdad son mucho más amplias. Afectan a un aspecto esencial del respeto a la dignidad de la persona, que consiste en el deber de abstenerse de hablar de cosas negativas o defectos –aunque sean verdad- si no existe una causa grave: por ejemplo, prevenir males que pudieran sufrir otras personas. De hecho, son tanto como un insulto, aunque se reproduzca sin admiraciones.

Viene a cuento de mi rechazo a tanta murmuración y difamación como se difunde en estos momentos en las redes sociales. No sé quién explicó que no son un medio de información, sino de confirmación… de las propias convicciones, y no siempre con medios éticos. Porque se confunde la crítica a las ideas con el ataque a las personas, a base de publicar con más o menos sensacionalismo hechos que, aunque sean ciertos, pueden forjar una imagen negativa. Se trata de un fenómeno creciente en las batallas políticas y electorales, pero que destroza principios básicos de la convivencia social, derivados del respeto a la dignidad humana.

También en este campo, la judicialización de los problemas en modo alguno contribuye a resolverlos. Basta pensar en el reduccionismo configurado por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español para precisar la necesaria protección de la llamada “información veraz”, notoria tautología: una noticia no verdadera no es autentica información, sino mentira, manipulación, rumor, susurración, fake news

El artículo 20 de la Constitución reconoce y protege el derecho "[a] comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. El TC ha interpretado ese precepto en el sentido de que “cuando la Constitución requiere que la información sea 'veraz' no está tanto privando de protección a las informaciones que puedan resultar erróneas como estableciendo un deber de diligencia sobre el informador, a quien se le puede y debe exigir que lo que transmite como 'hecho' haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos”. En definitiva, la exigencia constitucional “guarda relación con el deber del informador de emplear una adecuada diligencia en la comprobación de la veracidad de la noticia, de manera que lo transmitido como tal no sean simples rumores, meras invenciones o insinuaciones insidiosas, sino que se trate de una información contrastada ‘según los cánones de la profesionalidad’”

Pero hoy la información sufre una hipertrofia en las redes sociales, que permiten a todo ciudadano intervenir en la configuración de la opinión pública, aunque no sea “profesional” de la comunicación. Muy en concreto, reproducen demasiadas cosas no contrastadas: los repetidores son agentes de la nefasta murmuración, porque desconocen una exigencia ética clásica muy bien resumida en un conocido catecismo del siglo XVI, que implica no escuchar la maledicencia: “los que dan oídos a los que hablan mal, o los que siembran discordias entre los amigos, son detractores. / Y no están excluidos del número y de la culpa de semejantes hombres los que, dando oídos a los que deprimen e infaman, no reprenden a los detractores, antes bien con gusto asienten con ellos. Pues como afirman San Jerónimo y San Bernardo, es difícil saber quién es más perjudicial: el que infama o el que oye al infamante; porque no habría quien infamase, sino hubiera quien oyese a los que quitan la fama"; y continúa hablando de chismosos y correveidiles..., que tanto abundan hoy, por desgracia, gracias a los impresionantes avances técnicos.

Mi gran deseo –utópico- es que cada uno defienda sus creencias y opiniones con libertad, pero también con máximo respeto a quien piense lo contrario. No “vale todo”, excepto la dignidad de la persona. Y, desde luego, el “malo” no es el “otro”, denigrado con caricaturizaciones estereotipadas y falsas de sus posiciones, o simplemente machacado con la presentación insidiosa de hechos reales de su vida, a veces, incluso, sin añadir rectificaciones personales, porque son demasiado antiguos… Los países más orientales de Europa no acaban de superar las graves heridas de la mentira comunista, tan detalladamente descrita por François Furet. Pero discurren por el mismo camino –aunque no sean tan letales físicamente- los fautores de los diversos extremismos que circulan por la redes.

 
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