Mi personal nostalgia de la lengua latina

Del buen discurso que Francisco dirigió a los periodistas deduzco que la riqueza cultural, la pasión por la belleza –también expresiva‑ es perfectamente compatible con el deseo radical de una Iglesia pobre y para los pobres. Según la traducción de la agencia vaticana, que incluye algún italianismo tan extendido que ha sido admitido por la RAE, afirmó: "Vuestro trabajo necesita estudio, sensibilidad, experiencia -como tantas otras profesiones-, pero conlleva una atención particular hacia la verdad, la bondad y la belleza; y esto nos acerca mucho, porque la Iglesia existe para comunicar eso mismo: la Verdad, la Bondad y la Belleza in persona. Debe quedar claro que estamos todos llamados no a comunicar lo nuestro, sino esta triada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza".

Es una bendición que el sucesor de Pedro tenga el castellano como lengua vernácula, y se maneje bien en italiano, también quizá por razones familiares. Y ha tenido una sólida formación humanística y teológica. Ojalá su manifiesto cariño hacia Benedicto XVI le lleve también a dedicar algún tiempo al fomento de la lengua latina, algo ciertamente secundario, pero de cierta importancia, al menos para mí.

Desde luego, mi afición al latín no procede de esfera confesional alguna. La debo a una excepcional profesora, entonces tan joven que la llamábamos Quety y Quetina, no Enriqueta, como su madre, maestra nacional, casada con otro gran pedagogo, Pablo de A. Cobos, depurado en la posguerra. Sucedía en la peculiar Academia Audiencia –mixta, laica‑, en la calle del Prado, muy cerca del Ateneo. Allí acudíamos, entre otros, los hijos de los amigos de ambos, con frecuencia profesionales que habían apoyado en su día a la agrupación de intelectuales al servicio de la República.

El estudio de las lenguas clásicas se inscribía en el conjunto de la formación de unos alumnos de Bachillerato que íbamos por las mañanas a la Academia (de pasada, ¡qué delicia no haber tenido nunca clases por las tardes!), y nos examinábamos cada año como alumnos libres del Instituto San Isidro. Se fomentaba en nosotros la iniciativa y la imaginación, y la memoria quedaba relegada a un plano secundario. Quety explicaba el latín con tan claridad que se "entendía", y era fácil retener todo, porque era "lógico"...

Repetiré, como he escrito en alguna otra ocasión, que el latín puede y debe seguir siendo también instrumento de cultura y de identidad europea. Por eso, me ha encantado un reciente estudio del Centro de análisis estratégico del primer ministro francés, un organismo con la misión de ayudar al gobierno a definir y poner por obra sus orientaciones en materia económica, social, medioambiental o tecnológica.

He traducido así el titulo del informe: "Las humanidades en el núcleo de la excelencia académica y profesional". De hecho, con la precisión y brevedad propia de los buenos humanistas, incluye principios generales y un buen número de experiencias, que atestiguan la "necesidad social" de las humanidades clásicas (pueden consultarse sus 22 páginas en formato pdf).

Cita un análisis reciente del departamento de Clásicas de Oxford: "los empleadores aprecian cómo los estudios clásicos favorecen un desarrollo intelectual pluridisciplinario y hacen posible una gran flexibilidad de mente. En una época de rápidas transformaciones sociales y económicas, la capacidad de reaccionar y adaptarse a los cambios menos perceptibles hace de los estudiantes en clásicas los graduados que más necesitan las empresas: diplomados con capacidad de adaptación y de aprendizaje sin equivalente".

Pero la cultura clásica debería ser mucho más, tanto en Europa como en la Iglesia católica. También, como en el Renacimiento, para salir del actual parón postmodernista: la pobreza no es sólo carencia de bienes económicos.

 
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