De nuevo sobre la necesidad de la ética en la vida democrática

Por estos pagos, desde hace unas décadas ‑y algo tuvo que ver mi amigo Gregorio Peces-Barba, al que aprecié siempre por buenas razones‑, se ha producido una confusión entre ética y derecho: como si el denominador común moral exigible a los ciudadanos nada debiera depender de lo metajurídico; al cabo, la llama ética laica apenas se distingue de los mandatos constitucionales básicos.

No me opongo a la presunción de inocencia, menos en un país que apenas conoce el octavo mandamiento, que considera pecado escuchar la murmuración. Pero esa presunción se refiere sobre todo al campo jurídico penal. Una conducta puede no ser delictiva, pero no por eso resulta profundamente inmoral; también tras la correspondiente absolución por los jueces; más aún, cuando describen en su sentencia hechos probados rechazables para una persona de bien, aunque no constituyan delito. Se impone distinguir entre el derecho, la ética personal y las responsabilidades políticas.

Me permito recomendar la página de Transparencia Internacional, una ONG alemana, con delegaciones en diversos países. A comienzos de julio presentó los resultados de su "barómetro global de la corrupción 2013", un informe anual bastante significativo, dentro de sus limitaciones, pues se basa sobre todo en encuestas. Evalúa y clasifica a más de cien países, incluida España, en virtud del nivel ético observado en aspectos fundamentales: desde las empresas y el sector privado, hasta la política o la comunicación.

En la nota de presentación del documento se destacaba un dato tremendo: el 27% de los encuestados reconoce haber pagado algún tipo de soborno en su relación con servicios públicos e instituciones durante los últimos doce meses. Significa que no hay avance respecto de informes anteriores, a pesar de la buena voluntad de la gran mayoría para luchar contra la corrupción.

Ese Barómetro refleja algo que está en el clima de opinión pública de muchos países, también los desarrollados: existe una crisis de confianza en los políticos, y en la capacidad de las autoridades de llevar a los corruptos ante la justicia. Ha ido cayendo, hasta el 22%, la proporción de personas que consideran efectivas las acciones de sus gobiernos contra la corrupción. "En 51 países de todo el mundo, se considera a los partidos políticos como la institución más corrupta". Y bien ganado se lo tienen, especialmente quizá donde la partitocracia asegura de hecho que el bien común se pliegue a intereses particulares.

Entre la nota 1 (nada corrupto) y la 5 (muy corrupto), la percepción media de los partidos políticos es del 3,8 (la peor calificación de los doce sectores analizados; contrasta con el 2,6 de los organismos religiosos, el 2,7 de las ONG, o el 2,8 de los ejércitos). Como en otros informes, destacan positivamente Suiza (3,3) y los países del norte de Europa: 2,9 de Dinamarca; 3,3 de Noruega; 3,4 de Finlandia. Alemania se queda en la media. España recibe nota de 4,4, peor que Reino Unido (3,9), Francia (4,0) o Portugal (4,1), aunque mejor que Grecia (4,6) o Italia (4,5).

Las reformas legislativas en marcha en diversos países, también en España, pueden mejorar el panorama. Pero me permito insistir en que no todo depende del derecho, y menos aún de las leyes penales. Hace falta más sensibilidad en las personas y en la sociedad, recordar de vez en cuando la deontología de la comunicación, y apoyar de veras la "cultura de la dimisión" entre los actores de la vida pública: mientras se amparan en inmunidades parlamentarias o fueros especiales, ¿cómo pretenden que se les trate como ciudadanos "normales"?

 
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