Un nuevo grito clamoroso y sereno a favor de la paz

Escribo desde Galicia, donde procuro descansar, ante la perspectiva de pasar todo el verano de Madrid, en antevísperas de la beatificación de Álvaro del Portillo el 27 de septiembre. Aquí, frente a la isla de Arosa, se goza de una serenidad que invita a unirse con Francisco a la oración universal por la paz en Tierra Santa y el mundo, especialmente en Oriente Medio.

Roma vuelve a ser el centro de los deseos mundiales de concordia. Con Juan Pablo II, en parte, ese anhelo se trasladó a Asís, en aquella memorable jornada de oración el 27 de octubre de 1986, con representantes de las más importantes religiones del planeta. Insistió Benedicto XVI cuando se cumplieron los 25 años. Y lo hace ahora Francisco, tras una feliz iniciativa surgida durante su reciente viaje, que recuerda necesariamente la vigilia del 13 de septiembre pasado en la plaza de san Pedro.

En realidad, desde que tengo uso de razón, he visto cómo los obispos de Roma encarnaban grandes propuestas pacificadoras. Nací en el pontificado de Pío XII, que no ahorró energías para intentar evitar la guerra y, luego, aliviar sus terribles consecuencias. Muy en concreto, fue un gran defensor del pueblo romano, como refleja aquella foto ‑tantas veces impresa‑ entre las ruinas provocadas por los bombardeos. Tal vez fue un milagro de la Madonna del Divino Amore: el pasado 4 de junio se cumplió el aniversario de la ardiente y solemne súplica de los romanos en 1944 para que la Urbe fuese preservada de los horrores de la guerra. La Virgen cumplió su parte, como también muchos fieles su voto y promesa de corregir y mejorar su comportamiento moral, para hacerlo más conforme con el del Señor Jesús.

Sobre san Juan XXIII, escribí no hace mucho en torno al aniversario de su encíclica Pacem in terris, de 1963. Y, salvo error por mi parte, Pablo VI fue el primer papa en hablar ante la asamblea general de la ONU en Nueva York (justamente, en la fiesta de san Francisco de Asís, el 4 de octubre de 1965). Acuñaría dos años después, en la encíclica Populorum Progressio, el gran principio del desarrollo como nuevo nombre de la paz.

Sin embargo, la violencia crece en el mundo. Tras Pentecostés –culmen de la Redención‑, resulta inevitable recordar el pecado original, que provocó la Encarnación del Hijo de Dios. Lo recordaba hace unos días en una excursión con buenos amigos al famoso crucero de Hío, frente a la ría de Aldán, en tierras de Pontevedra. El granito primorosamente labrado evoca escenas de la condición humana herida y redimida por Cristo en la cruz. Ya en dos hornacinas del basamento se representa a Adán y a Eva, al cometer el pecado junto al árbol de la ciencia del bien y el mal. Luego, en el fuste, vuelven a aparecer, desnudos, con gesto arrepentido: encima la imagen de la Purísima Concepción con dos ángeles, que aplastan la cabeza del dragón y 
alejan al niño a punto de ser devorado. En lo alto, la Crucifixión de Cristo y el Descendimiento, con los personajes descritos en los relatos de la Pasión.

El pecado original tiene, como es bien sabido, un contenido solidario: rompe la amistad con Dios y con los hombres; tras la pelea entre Adán y Eva, la Biblia relatará la muerte de Abel a manos de Caín, arranque de tantas violencias desde las páginas del propio Génesis. Pero la alianza será motivo de esperanza para el pueblo de Israel y la humanidad entera. Hasta el día de Pentecostés: la paz es uno de los frutos del Espíritu Santo, de acuerdo con los libros sagrados. Se comprende que, sin 
perjuicio de trabajar intensamente por la concordia, el papa confíe sobre todo en la oración. Al cabo, como se lee en un diálogo con el Espíritu Santo, en el libro clásico de Francisca Javiera del Valle, “lo más consolador y bello es verte vencer sin luchar, derrotar sin destruir, sin ser visto, ni sentido, ni oído de tus contrarios. La paz, la tranquilidad, el reposo y la quietud, son las armas que Tú enseñas a bien manejar, y con su manejo destruir a cuantos quieran pelear”.

Personalmente, pongo también al próximo beato Álvaro del Portillo como intercesor por la paz en las familias, en la sociedad y en el mundo. Llevaba en su alma la pasión por la concordia entre los pueblos desde muy joven, antes incluso de haber sufrido las amarguras de la Guerra civil española. Ordenado sacerdote en 1944, celebró su primera Misa solemne en la fiesta de San Ireneo. Le tenía devoción, entre otros motivos, porque la liturgia recogía una oración ‑se la sabía de memoria‑, que imploraba por esa paz, tan alejada hoy del horizonte vital de tantos ciudadanos del mundo.

Salvador Bernal

 
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