La llamada universal a la santidad en el ámbito de la familia

Mis amigos conocen mi poca afición a las reuniones, menos aún para tratar cuestiones de fondo. Prefiero leer a escuchar, quizá porque tengo más capacidad de asimilar a través de la lectura que de la palabra oral: un detalle temperamental tantas veces olvidado por teorías pedagógicas, que no tienen en cuenta la realidad de cada persona.

Se comprenderá mi poco entusiasmo ante sínodos como el que acaba de clausurarse en Roma. Tras ver con detenimiento la relatio final, he decidido releer algunos textos del Concilio Vaticano II. Aunque han cumplido ya cincuenta años, conservan la juventud y la fuerza con que se elaboraron, después de estudios mucho más detenidos que los recientes.

A mi entender, una de las claves de nuestro tiempo está en el objetivo marcado por Gaudium et Spes: superar la ética individualista. Esa Constitución se aprobó años antes del mayo del 68, pero reflejaba una lucidez inseparable de la asistencia del Espíritu. Así comenzaba el número 30: “La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre”.

Aduzco el pasaje sólo a título de ejemplo. En la segunda parte del documento se abordan algunos problemas más urgentes. El primero, la dignidad del matrimonio y de la familia. Los padres conciliares reconocían con rigor que “la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Por otra parte, la actual situación económica, social-psicológica y civil es origen de fuertes perturbaciones para la familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan con preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico. Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las

dificultades a que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución”.

Me permito aconsejar una relectura de ese documento, también desde la perspectiva global de un Concilio que consagró solemnemente la llamada universal a la santidad de los fieles. Por eso, GS 52 recomendaba a los sacerdotes “fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la palabra de Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para que formen familias realmente espléndidas”.

Mi impresión es que, si no se abordan los problemas desde su raíz, existe el riesgo de enredarse con cuestiones pragmáticas y con casuísticas morales. En el fondo, salvo error por mi parte, no va por ahí la mente del papa Francisco, que intenta superar posibles moralismos más o menos estériles en tiempos de ostensibles retos apostólicos para los creyentes.

De ahí la importancia radical del esfuerzo por la santidad –plenitud de vida cristiana en la familia, con el correspondiente testimonio para los demás, no siempre quizá entendido adecuadamente en una sociedad abrumada por el exceso de las informaciones. Por eso, los obispos insisten en este último sínodo en que las familias católicas “en virtud de la gracia del sacramento nupcial están llamadas a ser sujetos activos de la pastoral familiar”.

Al cabo, esa exigencia de santidad y apostolado evoca los primeros pasos del cristianismo, cuando Lidia, una mujer corriente, temerosa de Dios, vendedora de púrpura en Tiatira, fue la gran valedora de la entrada del aliento cristiano de Pablo en la antigua Europa, como relata Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

 


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