El incesante fundamentalismo laicista en Occidente
A modo de maniobra de distracción de los contrarios, surgen desde organismos estatales del país vecino movimientos que replantean puntos sensibles. Trataré aquí el relativo a la batalla en materia de laicidad, nunca apaciguada definitivamente en Francia a pesar de la profusión de informes, leyes, reglamentos y circulares. Dejo para otra ocasión el problema de la inseguridad ciudadana, y los proyectos del ministro del interior Manuel Valls contra la falta de integración social de los "roms" -varias decenas de miles en el Hexágono.
El ministro de educación no quiere que laicidad sea sólo neutralidad del Estado. Más bien, en el reiterado afán de Vincent Peillon por adoctrinar con una "moral laica" a las jóvenes generaciones, acaba de elaborar la llamada "carta de la laicidad", que se fijará en lugar destacado de los establecimientos escolares públicos.
Esa carta contiene quince artículos, casi como una nueva declaración universal de derechos en la escuela. Al ministro le han llovido las críticas por este intervencionismo, pues muchos profesores tienen buena experiencia de la convivencia pacífica, en zonas sociales sensibles, entre cristianos, judíos, musulmanes, sijs y ateos (así lo expresaba Fatima Aït-Bounoua, profesora en Seine-Saint-Denis, en Le Monde 11-9-2013). Mejor haría el Gobierno, comenta un escéptico corresponsal en París de The Independent, en "diseñar un futuro para los jóvenes de los barrios desfavorecidos", que siguen sin apenas horizontes, aunque no se hayan producido revueltas tan graves como las de 2005.
También en Québec, la provincia francófona de Canadá, se discute con cierta virulencia una especie de "charte des valeurs québécoises". Entre otros aspectos, promovería la máxima neutralidad religiosa del Estado prohibiendo a sus funcionarios llevar cualquier tipo de signo externo de sus creencias, por ejemplo, en escuelas y hospitales. En 2008, una comisión presidida por dos conocidos intelectuales, el filósofo Charles Taylor y el sociólogo Gérard Bouchard, presentó un ponderado dictamen, pero el nuevo gobierno de la provincia encara la radicalización. Como en otros lugares, ese extremismo aviva por oposición viejas tradiciones, pues nadie querrá destruir la actual cruz, en la colina de ese nombre en el monte Royal, ni quitar el crucifijo colocado, al menos desde 1936, en la presidencia de la Asamblea.
La obsesión laicista provoca muchos procesos jurídicos, con efectos distintos a los esperados. Así, el Tribunal de Casación francés anuló en 2008 el despido de una empleada musulmana en una guardería por empeñarse en acudir velada al trabajo; al no tratarse de un establecimiento público, se valoró como discriminación injusta por razones religiosas. Cinco años después,
publica Le Monde un patético artículo de la fundadora de la guardería: su proyecto fenece ante comunitarismos e intimidaciones.
Los contenciosos llegan con frecuencia al Tribunal europeo de derechos humanos, especialmente desde que tiene legitimación el ciudadano. A pesar de las presiones sobre una Corte a caballo entre la ideología, la política y el derecho, no faltan sentencias que protegen adecuadamente la libertad religiosa. Pero la insistencia es tenaz, sobre todo, cuando se enfrenta a un principio de igualdad tendencialmente omnicomprensivo. Así, en el asunto de Aisha, pendiente de sentencia en Alemania: ¿se puede obligar a una alumna musulmana a recibir clases de natación mixtas?
El fundamentalismo laicista no mata ni destruye iglesias, como el islamista, pero es insaciable en su pretensión de acallar la religión y recluir a los creyentes en su casa o en las sacristías, para evitar posibles influencias en la vida pública. Su arcaísmo parece ajeno a la transformación del mundo y de la propia Iglesia católica, que asume plenamente la autonomía del orden temporal, no quiere exenciones de impuestos legítimos, coopera a fondo con la justicia civil en procesos contra delitos cometidos por presbíteros, y enterró hace bastante tiempo casi todos los confesionalismos.
Salvador Bernal