Dos hombres muy santos y muy humanos

No parece nada extraordinario, si se considera la realidad profunda de la plenitud de la vida cristiana, es decir, la santidad. Santo es quien se identifica con Cristo, Verbo Encarnado, perfecto Dios y perfecto Hombre, según la vieja expresión del Símbolo Atanasiano. Divinidad y humanidad se dan la mano en la antropología cristiana, como recordó tantas veces san Josemaría Escrivá de Balaguer: esta misma mañana he leído el final de Forja 530: “todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos”.

            Con caracteres personales quizá muy distintos, la gracia de Dios consolidad la humanidad de todos los santos. Pero, en algunos, como es el caso de san Juan y de san Juan Pablo, esa realidad resplandece con rasgos precisos e ilusionantes. Pienso que es uno de tantos activos para la evangelización que podemos y debemos poner en primer plano.

            No conocí personalmente a Juan XXIII, a diferencia de Juan Pablo II. No importa, porque anécdotas o referencias testimoniales son muy pobres ante la magnitud de estas figuras estelares de la historia reciente. Pero lo tuve muy presente en mis años de director del Colegio Mayor Miraflores de Zaragoza, donde una lápida sencilla recordaba el paso entre aquellas paredes universitarias del cardenal Ángel José Roncalli, patriarca de Venecia, en julio de 1954. Allí celebró la santa misa, y sucedieron anécdotas simpáticas, reflejo de su humanidad, que pasaron a formar parte de la pequeña historia del Mayor.

            Mucho se ha escrito sobre la necesidad de un nuevo orden mundial, más allá de la primacía de criterios económicos. Juan XXIII universalizó esas ansias de convivencia en la encíclica Pacem in terris de 1963. Constituyó, poco antes de la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, como una recepción formal católica de los derechos humanos modernos, basados en la ley natural: sólo desde el profundo respeto de la dignidad humana era concebible la paz, fruto de la justicia, según el lema de Pío XII. Sin confesionalizar en modo alguna la acción pública, aquel documento fue muy importante para quienes pugnábamos por la evolución política en la España. Constituía un auténtico respaldo para las ilusiones de futuro de la entonces joven generación. En todo caso, aseguraba plenamente las convicciones personales en un momento en que no todos advertían ni mucho menos la verdadera naturaleza del marxismo, auténtica “ilusión” –irreal, falsa, injusta‑ que años después describiría a fondo el historiador François Furet.

            Sí pude saludar al futuro Juan Pablo II en octubre de 1974, cuando era cardenal de Cracovia. Pablo VI le había nombrado relator doctrinal del Sínodo de obispos que se celebraba por aquellos días. Conservo la foto de la conversación ante la Sala Stampa vaticana para tratar de conseguir una entrevista. Fue importante su conferencia en la RUI y la consiguiente rueda de prensa, con preguntas inolvidables sobre marxismo y cristianismo. Lo publicamos en Aceprensa por aquellos días. Cuatro años después, cuando el cardenal Pericle Felici anunció la elección de Karol Wojtyla, sabíamos que no era un cardenal “africano”…

            Desde España, podemos comprenderle mejor recordando su proximidad con ese culmen de la poesía y la contemplación que es san Juan de la Cruz, estudiado por el joven Wojtyla en su tesis doctoral. Sin embargo, la cercanía mística con lo divino se transformará sin solución de continuidad en una creciente aproximación a los problemas de la humanidad y de cada ser humano próximo. Hasta el punto de que, en su primera encíclica –ciertamente programática‑ lo presentaría como “camino de la Iglesia”.

            La pasión por la dignidad de la persona justificó la tenaz lucha de Juan Pablo II por los derechos humanos, comenzando por la libertad religiosa. Tenía una dura experiencia personal de cómo conculcaron en Polonia esos derechos básicos los nazis, primero, y el comunismo, después. Y fue adelante en su combate con el ejemplo vivo de su propia humanidad.

Al menos desde León XIII, Roma ha tenido pontífices que parecían insustituibles hasta que se conocía al sucesor. Algo de esto se repite hoy con Francisco: con una personalidad diversísima de Benedicto XVI, vuelve a ser referencia ética global, especialmente entre quienes confían en la razón para ir más allá de las apariencias del acontecer.


 
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