La gran herejía cultural de España sigue siendo el fideísmo

Desde hace años procuro seguir las noticias sobre el cristianismo en China y, más recientemente, el posible acuerdo entre Roma y Pekín para encauzar los problemas derivados de la invasión del PCCh en la Iglesia. Es un problema francamente difícil. Periódicamente se dice que el acuerdo es inminente, pero los hechos, con o sin comunicados oficiales, lo desmienten. No es obstáculo para la vitalidad religiosa, manifestada estos días de mayo en las impresionantes peregrinaciones al santuario de She Shan, en la diócesis de Shanghái.

Una personalidad tan relevante como la del cardenal Roger Etchegaray dejó buena parte de su vida fomentando el diálogo con China, por encargo de Juan Pablo II. Prosiguió en tiempos de Benedicto XVI, quien envió una extensa Carta a los católicos chinos en 2007. Hizo entonces famoso el santuario, con su oración a Nuestra Señora de She Shan, y la jornada mundial por China, el 24 de mayo, día de María Auxiliadora.

Por todo esto, me inquietan afirmaciones demasiado dialécticas, como la que leo sobre la evolución del régimen de Pekín: “tal vez la rigidez ideológica no pueda ser una respuesta adecuada a cambios tan profundos que tocan también la esfera religiosa de la vida”. Es una frase ambigua aplicable al partido, pero también al Vaticano.

Me recuerda viejos planteamientos que contraponían lo jerárquico con lo carismático, la pastoral con el derecho, el aggiornamento con el dogma, el centralismo con la colegialidad. Sin mucho fundamento, se creaban también antagonismos entre figuras destacadas de la vida de la Iglesia. Por ahí va hoy quizá el intento de oponer, simplificando, los últimos pontificados: es completamente lícito el análisis histórico, pero sin prescindir de la acción del Espíritu Santo, que es quien al cabo gobierna la Iglesia.

Los problemas suelen ser complejos. Me ha sorprendido la instrucción vaticana sobre el estudio del Derecho canónico, tantas veces denostado en tiempos no lejanos. Pero resulta hoy indispensable para avanzar en el deseo universal de que se agilicen las causas matrimoniales y, en especial, los procesos de nulidad. Para lograr los objetivos establecidos por el papa Francisco, es preciso contar con personas conocedoras del derecho de la Iglesia.

No se pueden abordar a la ligera cuestiones serias, que exigen análisis intelectuales y jurídicos de cierto nivel. El déficit de pensamiento y cultura se paga, también en la tarea evangelizadora. No es solo cuestión de entusiasmo, de parresia. De acuerdo con una frase repetida por Juan Pablo II, síntesis de la historia de la Iglesia desde los primeros cristianos, “una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”.

Hace poco se publicaba un informe sobre el proceso de secularización en España, con una aceleración más fuerte que en países vecinos, tal vez porque empezó más tarde. Quizá también porque aquí la fe era más sentimental, menos racional, que en Italia o Francia. Basta recordar el mito paradójicamente elogiado de la “fe del carbonero”.

Por estos pagos, hasta la vida pública laica está impregnada de fideísmo: puede explicar la crisis de los partidos políticos clásicos, a la derecha como a la izquierda. Y algo semejante sucede en frenazos y aceleraciones de las formaciones emergentes: netos en la indiferencia o en la pasión por la unidad de España, pero débiles ante las grandes cuestiones de la cultura occidental.

A mi entender, los silencios de unos, como los excesos digitales de otros, reflejan déficit de pensamiento filosófico, social y político. Prevalece demasiado un pragmatismo, con objetivos a corto plazo, que traen a la mente la vieja imprecación a “la traición de los intelectuales”. Aunque cada vez más el tanto de culpa se trasfiere al predominio de lenguajes audiovisuales y mediáticos.

 

Está en juego la comunicación humana en el sentido más amplio de su apertura a los trascendentales. No excluye en modo alguno la novedad, según la feliz expresión de Séneca a su madre Helvia: "Al hombre se le ha dado un alma (mens) móvil e intranquila. Nunca se detiene, va de acá para allá y proyecta sus pensamientos a todas las cosas conocidas y desconocidas. Vagabunda, no soporta la quietud y se goza en las novedades (nouitate rerum laetissima)”.

De la gran lección de Benedicto XVI en Ratisbona, en septiembre de 2006, muchos se quedaron con la anécdota del Islam. Pero el centro fue el diálogo de fe y razón, que mutuamente pueden fecundarse, y es gran camino para evitar violencias irracionales, a las que también suele conducir el fideísmo.



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