Una foto con tres santos sonrientes del siglo XX

Escribo apenas una semana antes de la beatificación del venerable Álvaro del Portillo, tras un período relativamente largo de viajes para atender invitaciones a participar en actos preparatorios o conmemorativos de la vida santa de esa figura estelar de la Iglesia del siglo XX. De hecho, comencé estas líneas a bordo del ave que me devolvía a Madrid después de la presentación en Barcelona de la edición catalana (Claret) de mi semblanza personal de don Álvaro publicada en 2012 por Eunsa.

            En mis intervenciones públicas, he recordado a Mercedes Santamaría, niñera del próximo beato, con quien me unían relaciones casi familiares a través de su hija Carmen, que aún vive en La Granja (Segovia). Tuve la alegría de visitarla en la etapa final de su vida, que transcurrió con su hija Merceditas y su yerno Rafa. En su cuarto tenía una foto hoy clásica, en la que aparecen tres santos: san Juan XXIII, san Josemaría Escrivá de Balaguer y don Álvaro. Y me decía: -Mira qué majo está Álvaro, que trabaja en Roma al lado del Papa.

            Se trataba de una foto-memoria tras una audiencia pontificia, pero Mercedes iba más allá, con su cariño y su intuición femenina. Ciertamente, en los setenta, don Álvaro empujaba la vida de la Iglesia con sus trabajos en la congregación para la doctrina de la fe, y en la reforma del código de derecho canónico. Había comenzado su servicio directo a la Santa Sede el 25 de marzo de 1947, cuando Pío XII le designó Secretario de la Comisión para los Institutos Seculares: fue el primer nombramiento de una larga serie.

            Cuando Juan XXIII decidió convocar un nuevo Concilio ecuménico, contó con don Álvaro como miembro de algunas comisiones preparatorias; incluso, le nombró presidente de la VII, De laicatu catholico. Sería luego perito y consultor y, sobre todo, secretario de una de las diez comisiones conciliares, la de Disciplina del Clero y del Pueblo Cristiano, presidida por el cardenal Pietro Ciriaci, patriarca de Venecia. Su esfuerzo fue ímprobo, como testimonió el cardenal Julián Herranz: “Hubo días, no pocos, en que la jornada laboral de don Álvaro, y con él, la de sus más estrechos colaboradores en la Comisión, acababa bastante después de medianoche”. Subrayaba la serenidad y visión sobrenatural con que don Álvaro abordó los sucesivos cambios de orientación y metodología, hasta culminar en el decreto Presbyterorum Ordinis, aprobado el 7 de diciembre de 1965, con sólo cuatro votos en contra de los 2394 padres conciliares.

            No se puede olvidar el afecto y la confianza grande que le dispensó Mons. Montini, confirmada luego en su pontificado como Pablo VI. Pedro Rodríguez, entonces Decano de la Facultad de Teología de Navarra, durante su intervención en el acto in memoriam de quien había sido Gran Canciller de la Universidad, aportaba esta escena: "Un alto purpurado de la Curia, despachando con Pablo VI sobre un asunto importante en la vida de la Iglesia, expone al Papa el estado de la cuestión, los distintos pareceres y una propuesta de solución. El Papa escucha atentamente y hace una pregunta: ¿Cuál es el parecer de Del Portillo? El Cardenal responde: Santo Padre, apoya la propuesta. Concluye el Papa: Entonces, adelante".

            Esa confianza, con la consiguiente asunción de tareas, se prolongaría años después durante el pontificado de Juan Pablo II. A don Álvaro se lo presentó durante el Concilio un amigo común, Mons. Deskur. Karol Wojtyla era un joven obispo auxiliar de Cracovia. En los cuadernos personales (1962-2003) de Karol Wojtyla-Juan Pablo II, se incluye un impresionante testimonio, que enlaza la grave enfermedad de Deskur con su elección: “El sacrificio de Andrzej, mi Hermano en el episcopado, me parece como una preparación para este hecho. (…)  “Debitor factus sum…” [me he convertido en deudor].

            El primer día del pontificado, don Álvaro acudió también al Gemelli, para visitar a Mons. Deskur. Nadie podía imaginar que, en su primera jornada papal, Juan Pablo II saldría del Vaticano, para ver a su gran amigo Andrzej. Esta feliz coincidencia permitió que don Álvaro estuviera unos instantes con el Papa. A lo largo de los años, no dejaría de crecer el afecto. Como señaló Mons. Javier Echevarría, "el Papa veía en don Álvaro a un hijo leal y sincero que le decía las cosas como eran". Así, hasta el inusitado reconocimiento de su santidad, cuando acudió a la capilla ardiente en la iglesia prelaticia: rezó de rodillas durante unos diez minutos, en medio de un silencio impresionante. Al levantarse, en vez del responso, incoó la Salve.

            Entre tantas facetas de la fiesta eclesial que se celebrará al final de la semana en Valdebebas, subrayo mi alegría por haber conocido a estos santos del siglo XX –también al entonces cardenal Wojtyla‑, que dieron su vida por la Iglesia en Roma, sin perder jamás la sonrisa.


 
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