Las exigencias éticas del derecho a la información

Pero cada día me molesta más el abuso, en nombre de la libre información, de elementales facetas de la protección de los derechos de la persona, como es el secreto del sumario y –no digamos‑ de las diligencias policiales. No tengo nada contra Baltasar Garzón, pero me parece justo que sea apartado de la judicatura un juez que ordena escuchar las conversaciones con su abogado de personas en prisión provisional. Por muy delincuentes que se presuman.

Y tanto o más me duele la hipocresía de un diario de Madrid, que ha publicado impunemente durante años material procedente de la policía, de los fiscales o de los jueces de instrucción. Se rasga ahora las vestiduras cuando otros periódicos –sólo veo la portada‑ siguen la misma conducta: como si la personalidad de los atacados fuera decisiva para juzgar los ataques.

No se trata de que sea verdad o no. Ciertamente, la clásica exceptio veritatis traza el límite entre la información y la calumnia. Pero quien valoraba acciones y excepciones era el jurisconsulto, algo de lo que, por desgracia, carece hoy la sociedad española, por la concatenación de desvaríos políticos contra los jueces que observo desde los años cincuenta. Sin una correcta y diligente administración de justicia, la corrupción crece en la sociedad casi necesariamente.

Desde luego, la verdad es decisiva para la comunicación, núcleo de la convivencia. Con información verdadera se construyen las sociedades libres. La mentira –con su apariencia de verdad y de bien- provoca desinformación, y sustenta las diversas formas de autoritarismos y prepotencias. La búsqueda sincera de la verdad no es, por tanto, un límite del derecho a la información: forma parte de su contenido (suele hablarse, aun a riesgo de tautología, de "información veraz").

El Catecismo de la Iglesia católica trata de estas cuestiones. Recoge un mandato de uno de los primeros documentos del Concilio Vaticano II: "la exposición y explicación de la doctrina y de la disciplina católicas en esta materia deben enseñarse en el catecismo" (Decreto Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social, promulgado el 5 de diciembre de 1963, n. 16). El Catecismo, en la tercera parte, "La vida en Cristo", ofrece una síntesis de ese texto conciliar en el artículo dedicado al octavo mandamiento: nn. 2493-2499. Lástima que haya omitido la exigencia de no escuchar –no leer‑ la maledicencia, tratada por el Catecismo Romano, 481-82, en términos muy actuales, con cita de San Jerónimo y San Bernardo. Ciertamente, entonces como hoy, "es difícil saber quién es más perjudicial: el que infama o el que oye al infamante; porque no habría quien infamase, si no hubiera quien oyese a los que quitan la fama".

Al margen de confesionalidades, considero deber ético en la sociedad de la información conocer los tics –los trucos‑ de la comunicación. Sólo así se puede hacer paladar, para discernir y analizar críticamente lo que se publica. Por ejemplo, no se puede admitir ya el viejo tópico de que los hechos son sagrados y las opiniones, libres: basta pensar en el uso del verbo "arremeter" para presentar negativamente afirmaciones o textos con los que no se está de acuerdo. En gran medida, como afirmaba de modo casi brutal Nietzsche, "no hay datos, sólo interpretaciones". Más aún cuando se manipula la realidad hasta extremos increíbles. Aunque el profesional que desinforma no sólo destruye algo objetivo, sino que destruye su propia personalidad.

No trato de dar lecciones. Sólo de desahogarme, y de manifestar mi deseo de que en 2013 –sin necesidad de organismos autónomos de autocontrol tipo David Cameron‑, se desplieguen con mayor rigor las exigencias éticas del derecho a la información.

 
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