No habría eutanasia si no se excluyera a los ancianos

Europa es un continente envejecido, que no supera el invierno demográfico que llegó hace ya muchos años. Es ésta una de las razones de la crisis del Estado del bienestar, por mucho que protesten en la calle contra los recortes gentes antisistema amantes de una vida fácil en ineludible retroceso.

            El crecimiento de la esperanza de vida plantea, además, problemas prácticos de asistencia sanitaria. En algún país del norte de Europa cortaron por lo sano, y el sistema público de salud dejó de pagar determinadas intervenciones quirúrgicas a personas de cierta edad. Una visión económica de la sanidad –común a liberales y socialistas‑ impone en cierta medida la exclusión de los ancianos, como tantas veces ha señalado el papa Francisco.

            Llega un momento en que no es “rentable” a la sociedad alargar la vida. No exagera la expresión de Evangelii Gaudium, 53: “esa economía mata”. No es sólo que pueda morir de frío en la calle un hombre sin hogar. La vida humana era considerada históricamente como algo sagrado y, por tanto, extra commercium. Hoy, en occidente, crecen las consecuencias de la cultura del “descarte”: por la aplicación a la existencia personal de criterios competitivos, legítimos en muchos campos, pero injustos ante la dignidad de la vida.

            Escribo estas líneas también como homenaje a Jean-François Mattéi, un pensador francés que falleció en Marsella el pasado día 24. Fue un intelectual prestigioso, comprometido en las grandes cuestiones éticas del mundo actual. Tuvo especial repercusión su ensayo de 1999, La Barbarie intérieure, en que salía al paso de una modernidad demasiado proclive al nihilismo.

            Aparte de trabajos políticos concretos que no son del caso, Mattéi fue un gran defensor y promotor del humanismo. Por eso, se opuso siempre a la legalización de la eutanasia. No hace mucho, con ocasión del affaire Lambert ‑un hombre joven en coma tras un grave accidente‑, pendiente de la decisión del Consejo de Estado francés, denunció sin ambages “una civilización mortífera, que bajo la cobertura de humanismo o, incluso, de humanitarismo, quiere eliminar a personas que molestan, débiles o enfermas, incompatibles con los criterios del individuo liberal”.

            Recuerda esos planteamientos, en una entrevista en Avvenire, del 27 de marzo, Francesco Paolo Casavola, antiguo presidente del Tribunal Constitucional italiano, ahora al frente de la Comisión Nacional de Bioética. Acaba de publicar un libro sobre la que llama revolución postmoderna en ese campo de la acción humana. Las rupturas se producirían por la interacción de dos grandes ámbitos de influencia: el humanístico y el científico, que dan lugar a auténticos cambios de paradigmas.

            Se refiere, en concreto, a las causas del fenómeno de la expulsión de los ancianos de la vida familiar. Se une el avance del número de personas mayores en la sociedad con el descentramiento de la comunidad primaria –la familia‑, hasta provocar ese rechazo pragmático, que cuestiona la validez de la situación humana derivada de la vejez: “las personas mayores que se desvinculan de las generaciones siguientes a la suya están condenadas a morir”. La opción por la eutanasia aparece entonces en el ámbito colectivo, y se presenta como liberación del anciano que ha perdido el sentido de su existencia. Aun con razones humanitarias, se imponen los egoísmos colectivos, “más insidiosos que los individuales, porque están más escondidos”.

Nunca se insistirá bastante en la primacía de la dignidad de la persona, que debería impedir todo “descarte”, y la consideración del ser humano como mero objeto; menos aún, como mercancía, también en el plano de esa especie de supermercados biológicos postmodernos, que ofrecen y venden cuanto es factible técnicamente, gracias a los avances de la biología y la medicina.

Salvador Bernal

 
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