La ética del cuidado ante el fin de la vida: el ejemplo de Benedicto XVI

Hace cinco años, conmovió al mundo –no sólo a los católicos- la decisión del papa Benedicto XVI de renunciar al pontificado. Lo comunicó públicamente ante el consistorio celebrado el 11 de febrero, en el lenguaje a la vez solemne y preciso que aporta el latín. Con toda la humilde sencillez propia de Joseph Ratzinger.

Fue una decisión sorprendente, que no se había producido nunca en la historia: la renuncia de un papa en perfectas condiciones mentales; justamente por eso, con la clarividencia, también espiritual, de sentir que carecía de las fuerzas físicas indispensables para cumplir las exigencias del pontificado romano. Nada que ver con la renuncia histórica de Celestino V, un anacoreta al que los cardenales eligieron como papa, pero no tenía condiciones, ni conocía la realidad de la curia romana ni las exigencias del gobierno de la Iglesia.

Como afirmó por aquellos días el cardenal Julián Herranz, presente en el consistorio, la decisión de Benedicto XVI “ha puesto de manifiesto dos grandes virtudes que he admirado siempre en él: la humildad y el amor a la Iglesia. Benedicto XVI es un Papa humilde, sencillo, profundamente inteligente que ha dado a conocer el Evangelio con gran profundidad teológica pero también con gran sensibilidad. El gesto del Papa me parece de una humildad heroica". Añadía que reconocer sus límites humanos ante la opinión mundial “es un gesto de amor a la verdad, a la verdad sobre sí mismo, algo que no es fácil. Sólo hay que ver el apego a los cargos y la alta estima de sí mismos que tienen muchas personas”.

Esa profunda humildad ha desmentido también los presagios agoreros sobre la coexistencia de dos papas en Roma. El aprecio mutuo de ambos pontífices no ha hecho sino crecer desde entonces, como todo el mundo ha podido comprobar.

Lo he recordado al leer la noticia de la carta que el papa emérito envió el pasado día 7 al periodista Massimo Franco, de la redacción romana de Corriere della Sera, que se había hecho en cierto modo portavoz de los lectores el diario milanés interesados por la salud de Benedicto XVI. Le hizo llegar en mano la misiva, desde su residencia en el monasterio Mater Ecclesiae, en los Jardines vaticanos.

Una carta breve, con información y agradecimiento. Porque le “ha conmovido que tantos lectores de su diario deseen saber cómo transcurro este último periodo de mi vida. Sólo puedo decir al respecto que, en la lenta disminución de las fuerzas físicas, interiormente estoy en peregrinación hacia Casa”.

Además de hacia esas personas, manifiesta su gratitud a cuantos están a su lado: “Es una gran gracia para mí estar rodeado, en este último tramo de camino a veces algo fatigoso, por tal amor y bondad que nunca me hubiera podido imaginar. En este sentido considero también las preguntas de sus lectores como acompañamiento por un tramo”.

Otra lección para el mundo occidental: el agradecimiento a tantas personas que, no siempre con el reconocimiento jurídico ni económico que merecen, trabajan profesionalmente en el campo apasionante de los cuidados paliativos. El tema ha estado presente en la opinión pública francesa, por la protesta de quienes llevan los Ehpad (residencias para personas mayores dependientes). En ese contexto, el Centro Nacional de Cuidados Paliativos publicó un "Atlas Nacional": muestra que el 44% de las personas que lo solicitan tienen acceso a esos cuidados. Ciertamente, es mucho –se ha duplicado en los últimos años, desde que se adoptaron los planes trienales‑, pero es poco, tanto en plazas de hospital como en residencias y atención domiciliaria.

Una cuestión importante, que está presente en los actuales debates que precederán a la revisión de la vigente ley bioética, por las presiones que tratan de incluir en el proceso la ley Claeys-Leonetti, sobre el fin de la vida, aprobada en 2016 con amplio consenso.

 

Pero, ciertamente, ninguna política social, por generosa que sea, podrá sustituir el aliento personal de la familia, la amistad y la caridad cristiana.





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