Cuando la ética civil se transforma en ley penal represiva

A propósito de la dedicación de una avenida en Madrid a la inteligencia, se han recordado grandes polémicas culturales de la historia de España. No es preciso remontarse a las relectiones de indiis del maestro Vitoria en Salamanca que sacaban de quicio a Carlos V, ni siquiera a las batallas por la identidad de España en los más recientes cincuenta. No hace aún mucho, dos buenos amigos míos, fallecidos los dos, debatían en las páginas de ABC sobre el sentido de la ética civil: Rafael Termes y Gregorio Peces-Barba. El primero subrayaba el riesgo de convertir una ética sin base religiosa en mero derecho penal. No me parecía entonces una conclusión con fundamento lógico, pero la experiencia práctica no ha dado razón al señor Rafael, sino a Gregorio, muy lejos de lo que aprendimos en la Facultad de Madrid con Federico de Castro.

En el siglo XXI, la coacción jurídica –elemento esencial del derecho, aun sin la radicalización de Rudolph von Ihering- tiene manifestaciones no sólo penales. Porque el derecho administrativo no se refiere únicamente a la organización interna del Estado, sino que penetra todos los poros de la sociedad, con licencias y prohibiciones, impuestos y multas, subvenciones o recargas... Así, en el entramado del sistema educativo español, se ha creado una red semipública, a través de los conciertos, que alivia las economías familiares, pero implica una renuncia a la libertad de la sociedad civil, como viene sucediendo en España al menos desde la creación del Estado moderno con los Reyes Católicos. Felipe V dio la puntilla con los decretos de nueva planta: no sólo a los perdedores de la guerra de sucesión, como Cataluña, sino a todo un país centralizado con la mentalidad propia de los Borbones.

Teóricamente un centro educativo concertado tiene derecho a su propia identidad. Pero, en la práctica, debe cumplir principios y programas marcados por el Estado, en el sentido amplio del término: las normas administrativas corresponden casi en exclusiva a las comunidades autónomas, que aplican con demasiada libertad las leyes generales. Incluso, no las aplican, y aquí no pasa nada. Pero ay de un centro educativo que ignore las exigencias de su zona.

Por mucho que se hable, será difícil conseguir un pacto educativo en España, por el exceso de ideología. Se impone de hecho la praxis ética de quienes gobiernan: si están de acuerdo, aplican las normas generales y cumplen y hacer cumplir los requisitos generales; si no, las ignoran y dictan resoluciones tal vez injustas, pero con frecuencia aceptadas, también ante la lentitud y coste de la administración de justicia. En el ámbito de ayudas, subvenciones y conciertos, hay ciertamente un margen de discrecionalidad administrativa, pero después de reglas de derecho ineludibles.

Cuando estudiábamos derecho canónico en Madrid con don Eloy Montero, aprendimos el concepto de tolerancia: comportamientos objetivamente reprobables, pero no sancionados jurídicamente. No obstante, las leyes civiles de la época la aplicaban, en materia de religiones no católicas, pero penaban conductas como el adulterio. Con el tiempo, se impuso la libertad religiosa, y el código suprimió ese delito contra el orden familiar. Por fortuna, ni los no católicos ni los adúlteros se impusieron al resto. Menos aún se les ocurrió castigar a nadie por criticarles.

Pero en los últimos tiempos, y en buena medida por influencia de Estados Unidos, se va imponiendo una paradójica represión contra los ciudadanos que no son partidarios de las ideas minoritarias. Las antiguas víctimas se van transformando en una especie de nuevos verdugos. Como si donde se abolió la pena de muerte, se prohibiese expresar opiniones favorables a lo que, desgraciadamente, sigue vigente en otros Estados americanos. Hasta la Francia igualitaria ha estado a punto de introducir una condena para quienes obstruyan la práctica del aborto, primero despenalizado, luego convertido en derecho, ahora bien social protegible penalmente. Se trataba de una enmienda en la tramitación de una ley sobre igualdad de derechos, que no prosperó: el delito de obstrucción podría haber significado hasta dos años de cárcel y 30.000 euros de multa.

Es justo defender las propias libertades. Pero no parecen lógicas las sanciones, más típicas de absolutismos caducos que de sistemas democráticos. Incluso, si los líderes de las minorías lo estudian detenidamente, quizá compartan mi opinión de que son contraproducentes: están en el origen del aumento de las fobias contra grupos de activistas irreductibles con imagen de arrogancia.



 


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