El espíritu deportivo en la vida cristiana

A mis vacaciones estivales en tierras de Galicia llega la noticia de la audiencia del Papa, el día 13, a los equipos de fútbol de Italia y Argentina, antes de jugar un partido amistoso en Roma. Y me hizo gracia que, inmediatamente, un sociólogo de la religión como Massimo Introvigne escribiera sobre "el fútbol como metáfora de la vida". Recordaba que era la segunda vez que Francisco se refería a ese deporte: la primera, el mensaje del 20 de marzo a su equipo de toda la vida, el San Lorenzo de Almagro.

Introvigne alude a que, como arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio mencionó varias veces un gol del jugador René Pontoni (1920-1983), como ejemplo de que el fútbol, ​​bien entendido, puede expresar la belleza y ser a su modo una de esas artes menores que -como la comida o la canción- enriquecen la vida. La gastronomía o el modo de emplear el tiempo libre crean cultura y hacen nacer ambientes en que florecen nuevas ideas. Introvigne considera ese planteamiento típico del pensamiento social latinoamericano, y menciona al sociólogo Gilberto Freyre (1900-1987) y al pensador católico Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995).

Pero, con todo respeto al sociólogo de Turín, me parece que la tensión deportiva está presente en la cultura cristiana al menos desde san Pablo y sus cartas a los de Corinto. Recuerdo el Homo ludens de Johan Huizinga. O la teoría de la fiesta, de Joseph Pieper.

Un santo de nuestro tiempo, san Josemaría Escrivá de Balaguer, aplicó profusamente el deporte a la santidad cotidiana. Acuñó expresiones inéditas en la Teología espiritual, como "ascetismo sonriente", o "espíritu deportivo en la lucha ascética". Entre tantos lugares, escribió en Forja 169: "La lucha ascética no es algo negativo ni, por tanto, odioso, sino afirmación alegre. Es un deporte. / El buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria, y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez y, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente, hasta superar el obstáculo".

Incluso, Joseph Ratzinger, entonces arzobispo de Munich, se permitió publicar en 1985 un breve y sustancioso ensayo sobre el juego y la vida, en el contexto del campeonato mundial de fútbol. Su capacidad de análisis se proyectaba sobre "un acontecimiento que cautiva a cientos de millones de personas. No hay casi ningún otro acontecimiento en la tierra que alcance una repercusión de vastedad semejante".Constituye "algo radicalmente humano", que invita a preguntarse sobre su fundamento, más allá de la mera alusión al romano panem et circenses. "Si profundizamos, el fenómeno de un mundo entusiasmado por el fútbol podrá ofrecernos más que un mero entretenimiento".

Tal vez refleja un "anhelo por la vida del paraíso, por una vida de satisfacción sin fatigas y de libertad plenamente realizada". Porque, en el fondo, a juicio de Ratzinger, el juego es "un quehacer del todo libre, sin objetivo y sin obligación, y un quehacer que, además, tensa y emplea todas las fuerzas del ser humano". Trasciende lo cotidiano, pero a la vez, sobre todo en el niño, "es una ejercitación para la vida, simboliza la vida misma y, por decirlo así, la adelanta en una forma plasmada con libertad". A la vez, obliga a disciplinarse, a crecer personalmente mediante el entrenamiento, y a aprender a trabajar en equipo, porque, concretamente en el fútbol, "el éxito y el fracaso de cada uno están cifrados en el éxito y el fracaso del conjunto".

En su antiguo ensayo Ratzinger prevenía contra la posible perversión derivada del espíritu comercial "que somete todo eso a la sombría seriedad del dinero". También Francisco tocó este aspecto en su reciente audiencia: "El deporte es importante, ¡pero debe ser verdadero deporte! El fútbol, ​​como otras disciplinas, ¡se ha convertido en un gran business! Trabajad para que no pierda el carácter deportivo".

"Es cierto que la organización nacional e internacional profesionaliza el deporte, y tiene que ser así, pero esta dimensión profesional nunca debe dejar a un lado la vocación inicial de un deportista o de un equipo: ser 'amateur', 'dilettante'. Un deportista, aunque profesional, cuando cultiva esta dimensión de 'dilettante', hace bien a la sociedad, construye el bien común a partir de los valores de la gratuidad, del compañerismo, de la belleza".

Los grandes deportistas, con su popularidad, tienen especial deber de ser ejemplares en la vida ciudadana. "Ustedes son ejemplo, son referentes. (...) Sean conscientes de esto y den ejemplo de lealtad, respeto y altruismo".

 

Todo un tema de reflexión, cuando acaba el mundial de atletismo, comienzan las ligas europeas, arranca la Vuelta, y España se prepara de nuevo para el europeo de baloncesto.

Salvador Bernal

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