La difícil batalla contra los paraísos de la droga

Dentro de la amplísima extensión de la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, pensé que dedicaría más espacio a uno de los grandes enemigos de la familia y la sociedad: la drogadicción, un fenómeno que no deja de crecer, a pesar del trabajo de miles de personas en campos muy diversos. Justamente por la gravedad del problema, se esperaba más de la reciente sesión especial de la Asamblea General de la ONU reunida en Nueva York  a finales de marzo con el objetivo de definir la política general y las prioridades de las políticas globales sobre drogas para las próximas décadas.

Sólo colateralmente aborda el tema en su documento el papa Francisco: al final de AL 260, dentro de la responsabilidad de los padres sobre la educación de los hijos: “Los padres deben orientar y prevenir a los niños y adolescentes para que sepan enfrentar situaciones donde pueda haber riesgos, por ejemplo, de agresiones, de abuso o de drogadicción”.

Más adelante, a propósito del discernimiento pastoral, se detiene en aspectos relativos a la conciencia y la libertad. En 273, escribe: “Alguien puede querer algo malo con una gran fuerza de voluntad, pero a causa de una pasión irresistible o de una mala educación. En ese caso, su decisión es muy voluntaria, no contradice la inclinación de su querer, pero no es libre, porque se le ha vuelto casi imposible no optar por ese mal. Es lo que sucede con un adicto compulsivo a la droga. Cuando la quiere lo hace con todas sus ganas, pero está tan condicionado que por el momento no es capaz de tomar otra decisión. Por lo tanto, su decisión es voluntaria, pero no es libre. No tiene sentido «dejar que elija con libertad», ya que de hecho no puede elegir, y exponerlo a la droga sólo aumenta la dependencia. Necesita la ayuda de los demás y un camino educativo”.

Sintetiza así, tanto la doctrina de Santo Tomás sobre las pasiones –el santo de Aquino es abundantemente citado en AL-, como grandes criterios defendidos por los pontífices o por sus representantes en los diversos foros internacionales.

Dentro de la filosofía aristotélico-tomista, tan arraigada históricamente en las enseñanzas de la Iglesia, la felicidad es el fin del hombre. Basta releer el arranque de la II-IIae de la Summa del Aquinate, con un estudio exhaustivo del sentido último de la existencia humana y de los diversos espejismos en que las personas confían. Probablemente, ese gran deseo de felicidad lleva al uso de estupefacientes, al menos, para evitar penalidades y dolores que no parecen, al menos a primera vista, hacer felices a los seres humanos.

Ante la reunión de Nueva York, se había difundido la idea de que se iba a producir un cambio radical en la política de la ONU sobre la drogadicción, en línea de reconocer el fracaso de la represión. Al final no prosperó esa tesis. Se aprobó un documento ponderado, habida cuenta también de que no se puede imponer jurídicamente al mundo la ética pública occidental: cada vez más permisiva en esta materia, mientras arrecia la imposición autoritaria -incluso violenta- en temas de menor cuantía.

Desde luego, no era aquella  la posición del representante vaticano: “la droga no se combate liberalizándola”. Bernardito Auza, Observador Permanente de la Santa Sede ante la ONU reiteró la firme oposición de la Santa Sede a la legalización de las drogas: sólo se logrará reducir su difusión abordando los problemas que la causan. De ahí la importancia de proteger a las familias, porque, como subrayó también Mons. Auza, “la prevención comienza en los hogares”. Nunca se insistirá bastante en la importancia de la familia "en las estrategias de prevención, tratamiento, rehabilitación y reinserción”.

Obviamente, la misericordia alcanza también a quienes sufren las adicciones, con independencia de las causas. Parte de ese deber se manifiesta en la atención personal, especialmente psicológica y médica. Pero importa también mucho seguir distinguiendo entre los simples consumidores y los narcotraficantes y distribuidores. Los ordenamientos jurídicos no pueden dimitir de su función: la sanción penal no es sólo represiva; aporta también ejemplaridad social, más necesaria aún en esta materia que en tantas otras derivadas de lo políticamente impuesto.

 
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