El diálogo interreligioso desde el Concilio Vaticano II

Ante las reacciones tras los atentados de París, se ha dicho de todo, incluido el “no todos somos Bush”, que expresó con evidente ironía Ignacio Aréchaga, ante la que se nos viene encima: en nombre de la seguridad, se nos pueden aplicar de modo general medidas denostadas en su día cuando el presidente de Estados Unidos convocó la guerra contra el mal tras el 11-S.

En cuanto al fondo del problema, se olvida quizá un criterio fundamental de la doctrina social de la Iglesia: la primacía de la persona. Forma parte de la esencia de la moral cristiana, de la que la DSI es parte. En el caso concreto de la relevancia pública de las creencias, el principio es claro: la fe no se impone, se propone. Dicho de otra manera, las convicciones no son exigibles jurídicamente: la “verdad” no tiene derechos, porque se inscribe en un ámbito alejado de la “coactividad”, nota esencial de lo jurídico pacíficamente admitida al menos desde Ihering.

No faltan católicos cansados del exiguo fruto de su actitud dialogante, reclamada desde el Concilio Vaticano II. Entre otros lugares, se puede repasar la declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, que establece principios claros, desde los primeros párrafos: “cada cual tiene la obligación y por consiguiente también el derecho de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, se forme, con prudencia, rectos y verdaderos juicios de conciencia”. Pero se añade inmediatamente que “la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; y una vez conocida ésta, hay que aceptarla firmemente con asentimiento personal”.

Alguno dirá que eso es así hoy en el ámbito católico, tan alejado en este punto de otras religiones, como las inspiradas en Mahoma, que no admiten fisuras en la aceptación del mensaje del profeta. ¿Es entonces posible el diálogo interreligioso? A mi entender, sí, siempre que se acepte la posibilidad de estudiar conjuntamente los fundamentos históricos de las propias convicciones, así como sus consecuencias prácticas reales (sin caer en “consecuencialismos”).

Una lección de la dramática y sencilla pregunta de una niña al papa Francisco en Filipinas, es la realidad de que la religión no tiene respuesta intelectual para todo: concretamente, el sufrimiento y la muerte de los inocentes. Lo dramatizan con fuerza Helio Pedregal y Eleazar Ortiz en La sesión final de Freud, aún en cartel en el Teatro Español de Madrid, por feliz iniciativa de UNIR. Justamente por esa tensión clásica es posible la tentación de irracionalizar la fe, algo que sucede más en el campo musulmán, especialmente necesitado de reflexión y capacidad crítica.

El papa Francisco reconocía el pasado día 24, al clausurar un simposio conmemorativo del cincuentenario del Instituto Pontificio de estudios árabes e islámicos (Pisai), que “en los últimos años, a pesar de algunas incomprensiones y dificultades, ha habido avances en el diálogo interreligioso, también con los fieles del Islam.” Importa mucho para ese objetivo la capacidad de escuchar: “no es sólo una condición necesaria en un proceso de comprensión recíproca y convivencia pacífica, sino  también es un deber pedagógico a fin de ser ‘capaces de reconocer los valores de los demás, de comprender las inquietudes que subyacen a sus reclamos y de sacar a luz las convicciones comunes’ (Exh. Gaudium Evangelii, 253)”.

Sin duda, se trata de evitar caer en los lazos de ese “sincretismo conciliador” que el propio pontífice describía como “un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños”. La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero –en palabras de Juan Pablo II‑ “abierto a comprender las del otro” y “sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno”. El magisterio ha repetido hasta la saciedad que “la evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente”.

Como señala Massimo Introvigne, fue importante la llamada del Papa a Piasi al término de su discurso, a “no traicionar nunca la tarea primordial de la escucha y el diálogo ‑fundado en una identidad clara‑ sobre la investigación apasionada, paciente y rigurosa de la verdad”. Ésta fue la enseñanza de Benedicto XVI, para quien el diálogo con el Islam, con las necesarias cautelas y precisiones, no era algo “opcional”, sino obligatorio. Francisco insiste en un momento histórico en que se requiere además un especial esfuerzo para frenar las violencias.

 
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