El déficit ético de la partitocracia española

Mientras se celebraba la votación definitiva para la investidura de presidente de gobierno, asistía en el Centro Segoviano de Madrid a un acto cultural, lleno de nostalgia. Se trataba de la presentación de Estampas de aldea, reedición de un libro publicado en 1935 por Pablo de A. Cobos, mi maestro en el bachillerato: nos preparábamos en la Academia Audiencia, junto al Ateneo, para pasar luego exámenes como alumnos libres -y bien que lo éramos- en el Instituto san Isidro. Recordaba muchos detalles de aquel libro, y de los dibujos de Miguel Prieto: lo había leído de niño, más de una vez, durante veranos en la casona en que vivía mi abuela Eduarda y tenía el bufete segoviano mi padre, con un balcón sobre la inolvidable plazuela de San Martín.


Ayer me enteré de que ese libro había estado prohibido como consecuencia de avatares de la guerra civil. Lo explicó uno de los coautores del proyecto  (akuestebaranz@gmail.com). No podía imaginarlo, aunque sabía la historia de don Pablo, represaliado durante la guerra y comienzos de postguerra por su republicanismo. En la calle del Prado comenzó luego una academia vespertina de preparación de oposiciones, a la que, por la mañana, miembros de la antigua asociación de intelectuales al servicio de la República ‑amigos de don Pablo y de su mujer, doña Enriqueta, otra gran maestra- llevaban allí a sus hijos. Gracias a la Academia Audiencia, salían adelante en tiempos difíciles.


Allí recibí una formación intelectual de nivel, especialmente en el conocimiento de la lengua, también las clásicas, gracias a la hija de don Pablo y doña Enriqueta, entonces recién licenciada, que se jubilaría años después como catedrática de griego en un prestigioso Instituto de Madrid.


Sobre todo, sin apenas darme cuenta, aprendí a respetar a los demás, porque allí no había espacio para la intolerancia. Don Pablo, gran discípulo de Antonio Machado en Segovia, y antiguo colaborador de Manuel Bartolomé Cossío, había de represalias, pero también de amistad y tolerancia. Desde el “no es eso” de Ortega, se había dedicado más bien a construir el futuro, escribiendo sobre la reforma de la escuela y trabajando en las llamadas misiones pedagógicas. Como el golpe de Estado le pilló en La Granja, sufrió los embates nacionales. Si no, tal vez como tantos otros, su nombre habría aparecido negativamente en el Boletín Oficial, porque el poder tampoco admitía posiciones centradas. No era posible la convivencia pacífica en la diversidad, gran sueño de hombres como Cobos.


Lo recuerdo también para aliviar mi gran temor de que estemos viviendo los prolegómenos de otro periodo de incivilidad en España. A mi entender, tras la dictadura, fueron muy atinadas las normas jurídicas que facilitaron la consolidación de viejos y nuevos partidos. La Constitución vigente señala expresamente que, dentro de la libre creación y  ejercicio de sus actividades, “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. Temo que no sea así, ni siquiera en las formaciones emergentes que se presentaban como alternativa regeneradora. Muy al contrario, parecen el feudo de un maniqueísmo intransigente que nos retrotrae casi al siglo XIX: con una capacidad de insulto y un desprecio de las formas, que renueva la cínica oposición a la ética de los procedimientos, como si éstos fueran algo vacuo.

 


Los partidos, según la mente y la palabra de la Constitución, debían expresar el pluralismo político, como cauce para formar y manifestar -en términos quizá roussonianos- la voluntad popular. Pero han evolucionado a una partitocracia (sorprendentemente, no está en la versión digital del diccionario de la RAE), que los inhabilita para una auténtica participación política. Quizá por eso se consolida cierta tendencia a la abstención en las consultas electorales: son excesivas tanto las promesas incumplidas, como la preeminencia casi absoluta de líderes con pleno poder para poner o quitar candidatos, y truncar las más nobles expectativas.


Los políticos se forman gracias a los partidos. No hay un MIR médico o un máster como el de la abogacía. Cualquiera puede llegar al parlamento si es incluido en una lista ganadora, por ignorante, truhan o sinvergüenza que sea. Los líderes no dimiten de cargos, pero sí de exigencias éticas esenciales para la supervivencia de la democracia: aunque no lo hagan por convicción, para citar una vez más a Max Weber, deberían hacerlo por responsabilidad histórica. No pueden destruir impunemente la magnanimidad de los autores de la Transición –utilizo la libertad lingüística sobre el uso de la mayúscula‑, lógicamente denostada por quienes rechazan someter su prepotencia a reglas de juego insoslayables.


De Pablo de A. Cobos aprendí la importancia de la gramática: no es un corsé, sino  seguridad que permite la libertad creativa del estilo propio. Mutatis mutandis, lo aplico hoy a la política: el déficit ético de los partidos puede empobrecer la democracia y hacer más difícil un futuro de libertad para todos.


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