Defensa de la libertad frente a las plataformas digitales

Plataformas digitales.
Plataformas digitales.

Menciono en otro lugar mis recuerdos sobre los debates en el tardofranquismo sobre la libertad de prensa. Mucho se habló aquellos días de la comunicación social como servicio público. No se trataba de una mera función social de fondo, en la línea de lo que hoy constituye la responsabilidad social de la empresa. Añoraban la categoría jurídica técnica del servicio público, casi hasta el punto de incluir la posibilidad –aún vigente- de prestar ese servicio administrativo en régimen de concesión.

Desde luego, se puede valorar la responsabilidad social de los medios, incluso en el plano jurídico, sin recortar indebidamente la libertad de emprendimiento. Justifica, a mi entender, que los Estados regulen contratos especiales, como los que existen entre proveedores y usuarios en el ámbito de la telecomunicación: en cierta medida, las grandes plataformas digitales consiguieron que sistemas democráticos aceptasen su autodefinición como cauce que facilitaba la comunicación entre los ciudadanos, sin juzgar sus intervenciones; de modo semejante a una compañía telefónica, que permite entablar conversaciones, sin entrar en su contenido, y mucho menos censurarlas...

Pero esto es lo que han comenzado a hacer, a escala universal, las grandes plataformas, amparadas en la lucha contra la desinformación o las manipulaciones. Más bien da la impresión –y es la razón de que usuarios dejen de usarlas por completo, o cambien de red- de que tratan de imponer en términos generales una cultura determinada e, incluso, partidismos políticos.

Muchos españoles con uso de razón al final de los años sesenta nos sentimos liberados por la supresión de la censura previa, aunque la ley de prensa e imprenta promovida por el ministro Fraga Iribarne tenía graves inconvenientes, como señalo en ECD. En parte, el miedo a las sanciones provocó cierta autocensura en el periodismo no oficial. Y algo de esto está pasando ahora con las redes sociales, que determinan qué se puede publicar y qué no en sus páginas.

Sería tremendo que poderosas empresas mercantiles –que pueden estar cayendo en posiciones contrarias a la libre competencia- practicasen una censura que no se toleraría a los gobiernos democráticos. Pero sucede, aunque se esconda en razones plausibles como la lucha contra fake news, o contra textos que puedan suscitar odios.

El fenómeno de la cancel culture está llevando al deterioro de la libertad de expresión y de investigación en las universidades, especialmente en las de Estados Unidos, donde nació esta tendencia cada vez mejor conocida: lo que empezó como políticamente correcto, se ha ido transformando en auténticas imposiciones que violan libertades y hunden carreras académicas. No me sirve el argumento de que un alumno –un profesor- no está obligado a formar parte de una determinada comunidad universitaria: porque la esencia de la universidad incluye radicalmente ese tipo de libertad, ajena a partidismos y modas culturales impuestas.

Se produce la paradoja de negar el libre comercio para evitar discriminaciones –el famoso pastelero de Colorado-, y admitir la censura previa de las grandes plataformas, que disciernen desde su posición de poder entre lo publicable y no publicable, creando auténticas exclusiones, especialmente en el plano de las convicciones religiosas. Sólo se podría aceptar, a mi juicio, si se tratase de hechos delictivos, y con una confirmación judicial. Pero no con carácter general.

Es la razón que aduce Facebook para cerrar una línea de asistencia abierta en WhatsApp por los talibanes para responder a posibles quejas de los afganos. Según un portavoz de estas redes sociales, las autoridades estadounidenses consideran a los talibanes una organización terrorista y por tanto han prohibido la difusión de sus cuentas oficiales. Veremos cómo evoluciona todo en Kabul. Porque no deja de ser paradójico que los talibanes se amparen en la libertad de expresión..., y usen las redes para enviar sus mensajes a los ciudadanos, como hizo uno de sus portavoces el 15 de agosto, al anunciar su entrada en la capital.

Se impone más que nunca defender la libertad contra la prepotencia de los poderosos, de todos, también de quienes ocupan posiciones dominantes en la comunicación dentro de países democráticos.

 
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