El declive de la moralidad pública en España

Nunca fue nuestro fuerte, al menos desde mi ya amplia experiencia personal. ¿Cómo no recordar la imagen infantil de las mujeres con bolsas de tela blanca vendiendo pan de estraperlo en lugares estratégicos de Madrid? O, pronto, las continuas referencias a la necesidad de recomendación para conseguir un seiscientos o cualquier gestión de cierta entidad, incluidas las astillas a la oficina judicial para que se movieran los asuntos.

Ciertamente, en lo jurídico importa mucho la forma. Lo aprendí tembloroso con apenas doce años en el juzgado de guardia de Madrid, entonces en las Salesas, entrando por Marqués de la Ensenada: llevaba un escrito del despacho de mi señor padre, que vencía en esa fecha; entregándolo antes de la doce ahí era como si se hubiera presentado ante el juez competente; llegué poco después de las once de la noche, y no había nadie; el bedel me dijo que estaban cenando, y no me preocupase... Efectivamente, después de las doce, se firmaba como recibido el documento con fecha del ya día precedente.

El problema es pasar de leves corruptelas o triquiñuelas a la estricta corrupción. Sin caer en escrúpulos ni en hipocresías formalistas, he valorado mucho siempre la ética de los procedimientos, en contra de tantos pensadores esencialistas: cumplirlos suele ser garantía de estado de derecho y, por ende, de justicia.

Afirmé esa postura en más de un debate sobre ética civil, que defendía firmemente, porque la ley natural no es un concepto exclusivamente cristiano o religioso: al cabo, procede del estoicismo. Con el paso de los años, me reafirmo en mi posición: en un país como España, tan proclive al fideísmo, si no se propugna una ética civil, suele también saltar por los aires la moral religiosa. Temo que no sea necesario dar muchas expliaciones ante el panorama que estamos viendo –sufriendo en estos últimos tiempos.

Hoy, en columna publicada en un medio que intenta dar noticia del hecho religioso, no puedo por menos de manifestar mi asombro ante el silencio de los creyentes sobre la moralidad. Ciertamente, el papa invita sobre todo a la misericordia. No se trata, por tanto, de juzgar a nadie. Pero ¿no es necesario recordar cada día más las exigencias del decálogo –en el fondo también naturales en la convivencia social?

Tal vez el episcopado español tuviera que actualizar las orientaciones morales que difundió a finales de 2006, en una Instrucción pastoral elaborada con detenimiento, aunque no pudo obviar entrar en temas que no alcanzaron unanimidad, en parte por la coyuntura de los nacionalismos y el rebrotar de laicismos un tanto trasnochados. Pero, desde luego, la actual ola de inmoralidad –que impregna la sociedad, y no sólo la punta del iceberg de la clase política no puede imputarse a un capítulo de laicidad. Tiene quizá raíces más de fondo.

Curiosamente, se habló mucho del apartamiento de las creencias religiosas en tiempos de avance económico. A sensu contrario, los tiempos de crisis, austeridad, carencias, recortes, tendrían que haber devuelto a tantos ciudadanos a viejas prácticas. No parece ser así. Porque, en el fondo, el mundo moderno –con sus grandezas y sus limitaciones ha consolidado el carácter personal de las convicciones. Puede acabar en un hiperindividualismo, pero, en sí, resulta un progreso evidente de la posible conciencia colectiva de Occidente.

Pero no es autónomo ese santuario de la conciencia, para utilizar un viejo término del Concilio Vaticano II. Necesita recursos y orientaciones externas, con una fecunda cooperación entre lo pública y lo privado, lo religioso y lo laico (en la línea del emblemático diálogo Ratzinger-Habermas de hace unos diez años). Esa iluminación del orden temporal resulta, a mi entender, cada vez más urgente en España, también porque –aparte de la importancia en sí de la vida recta la convivencia está amenazada por heteronomias excesivamente letales.


 
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