El contradictorio empeño de algunos partidos por facilitar el divorcio

No me gusta hacerme portavoz de noticias negativas ni de quejas ante hechos lamentables. Pero no he resistido la tentación de escribir estas líneas, en periodo electoral, para manifestar mi disgusto ante la destrucción jurídica del matrimonio y la familia en algunos países. Hace años, rastreé informáticamente los programas con que los partidos acudían a los comicios, y me llevé un buen chasco, a pesar de tantos comentarios precedentes sobre “planes integrales” a favor de la familia..., que nunca llegaban a los boletines oficiales.

Más allá de la partitocracia imperante, en occidente han surgido valiosas iniciativas para reforzar la vida familiar, en un contexto cultural en parte adverso. Proceden normalmente de asociaciones implantadas en la sociedad civil, que en cierto modo pugnan contra el desinterés de unos y la fobia de otros.

No deja de ser penoso que los ciudadanos prescindan de sus representantes públicos cuando desean defenderse de las amenazas contra la familia. Sobre todo, cuando se hacen realidad medidas francamente negativas, como las aprobadas por la Asamblea Nacional francesa en el contexto de una reforma presentada nada menos que como “la justicia del siglo XXI”. Me refiero concretamente a la disolución del matrimonio por mutuo acuerdo de los cónyuges, sin necesidad de intervención judicial.

Una débil relación jurídica nacida en un ayuntamiento se rompe delante de un notario, sin capacidad de intervención, pues sólo da fe de la fecha en que se manifiesta la voluntad de los cónyuges. Ninguna instancia ajena podrá defender ya a los hijos, en el caso de que hayan nacido en el hogar disuelto. Como sintetiza el editorial de Le Monde del 19 de mayo, “el divorcio se simplifica, se trivializa y, en cierta medida, se privatiza”.

Se ha escrito mucho en Europa sobre el individualismo como causa de la decadencia de los partidos de la izquierda. Es otra muestra de su derechización... Y más bien parece que, en este campo, los emergentes complicarán aún más los problemas.

En España no hemos llegado a los extremos alcanzados por China en 2010, cuando se divorciaron más parejas de las que se casaron. Pero las cifras difundidas periódicamente por el INE son graves: en 2014 se dictaron 105.893 sentencias de nulidades, separaciones y divorcios (2,3 por cada 1.000 habitantes): 100.746 divorcios, 5.034 separaciones y 113 nulidades. Hasta un 76,5% del total fueron a partir del mutuo acuerdo, y se resolvieron en una media de unos tres meses. Se consolida la cifra decreciente de separaciones, como consecuencia de que la ley de 2005 que no la exige para la ruptura definitiva.

En el derecho español se ha impuesto el “voluntarismo”, justificado en libertades civiles –lejos de antiguos requisitos relacionados con la culpabilidad de uno de los cónyuges-, para deconstruir el matrimonio: carece de entidad jurídica consistente, sean las parejas homo o heterosexuales.

De acuerdo con el art. 81 del Código civil, el juez puede decretar la separación “a petición de ambos cónyuges o de uno con el consentimiento del otro, una vez transcurridos tres meses desde la celebración del matrimonio”. A continuación se indica, con extraña técnica jurídica, que también se concederá “a petición de uno solo de los cónyuges, una vez transcurridos tres meses desde la celebración del matrimonio. No será preciso el transcurso de este plazo para la interposición de la demanda cuando se acredite la existencia de un riesgo para la vida, la integridad física, la libertad, la integridad moral o libertad e indemnidad sexual del cónyuge demandante o de los hijos de ambos o de cualquiera de los miembros del matrimonio”. Algo semejante se establece después para el divorcio. Al menos, sigue siendo necesaria la intervención de un juez, tal vez por poco tiempo: en vez de facilitar medios jurídicos y económicos a los tribunales, se le quitará trabajo soslayando su competencia.

En Italia se acaba de aprobar una ley de “uniones civiles”: prácticamente se podrá aplicar pronto a toda conyugalidad. Salvo que siga avanzando el actual movimiento a favor del matrimonio y de la familia, ciertamente fuerte en el país vecino.

 

Pero no puedo tirar la toalla en mi esperanza –más bien utópica- de que los partidos revisen sus criterios en este campo. En más de un caso, deberán superar las limitaciones personales de sus dirigentes. Pero, en la familia confluyen tantos intereses y expectativas que no pueden ser política ni  jurídicamente defraudados.

Y quizá en una futura revisión de los acuerdos jurídicos entre la Iglesia y el Estado español, habría que plantearse a fondo las cuestiones sobre el matrimonio: el canónico cada vez es más distinto del civil, con evidentes consecuencias en el plano del derecho.

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