La comunión anglicana acentúa su deriva hacia el protestantismo

No es una novedad, a pesar de manifestaciones positivas concretas, como los informes de la comisión internacional anglicano-católica. Fue en su día importante el llamado Rapport de Seattle, de 2004, sobre la Virgen María. Pero la realidad es que medidas adoptadas por los sínodos anglicanos (episcopalianos, en Estados Unidos), se alejan –y mucho‑ del tronco común de la doctrina cristiana. La comunión anglicana se parece cada vez más a una iglesia reformada, que se aparta de la tradición católica, de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, justamente las que hicieron posible la gran conversión de John Newman y sustentaron el movimiento de Oxford.

            Hace poco me referí a la decisión del sínodo de Australia sobre el secreto de la confesión. Al menos, mantiene la configuración del sacramento, frente a la reforma protestante. Ahora se difunde la decisión británica sobre la ordenación de mujeres como obispos. Antes o después, tenía que llegar, como consecuencia lógica de la admisión de la mujer al sacerdocio: lo contrario sería incoherente, puesto que prevalecía una consideración funcional, no teológica, en la consideración del orden. Tras la aceptación del presbiterado, no había argumento de peso para rechazar el episcopado femenino.

            Por eso, la decisión contraria del sínodo precedente fue objeto de muchas críticas, especialmente en sedes políticas y gubernamentales. Desde España cuesta trabajo entenderlo, pero no se puede olvidar la confesionalidad inglesa, ni la coincidencia de la doble Cabeza de Iglesia y Estado en la realeza. Plantear un problema teológico o eclesiástico en términos políticos –p. ej., en nombre del derecho humano a la igualdad‑, lo hace irresoluble: se trate del sacerdocio, del matrimonio o –como acaba de plantearse en la Cámara de los Lores‑ la aceptación jurídica de la ayuda a la muerte.

            De otra parte, se presentan algunas cuestiones con una carga dialéctica que opone la pureza de la fe en Cristo con su oscurecimiento por estructuras eclesiásticas desarrolladas a lo largo de la historia. Como si fuera necesario despojar a la Iglesia de esas adherencias para facilitar la evangelización que pone a la persona ante Jesucristo, para iluminar directamente su vida y sosegar sus dolores o inquietudes: mejor si el enfoque es solidario, no individualista.

            Pero no parece razonable obviar la realidad de la vida y de la enseñanza del Hijo de Dios. Si Jesús rompió con tantos moldes hebreos, no se sostiene que la reserva del sacerdocio al varón sea mera herencia cultural, ajena a la voluntad divina. Tampoco Cristo ignoraba la existencia de sacerdotisas en cultos practicados en el mundo conocido de entonces. No fueron, por tanto, razones externas las que le llevaron a elegir sólo entre hombres al colegio apostólico, que debería sostener la difusión de la Buena Nueva hasta los confines del mundo.

            San Pablo dedicó espacio y energía a rechazar el protagonismo litúrgico de las mujeres cristianas, mientras elogiaba otros aspectos, y reafirmaba la igualdad esencial. Seguramente, se oponía a una tendencia real. Lo confirmaría el hecho de que esa presencia femenina en el culto se diera pronto entre los montanistas, los marcionitas o diversas sectas gnósticas. Era cuestión teológica de entidad. La decisión contraria no habría sorprendido a la opinión en los primeros siglos, cuando la Iglesia católica carecía de reconocimiento jurídico público.

            La muerte de Cristo en la Cruz es quizá el evento histórico más ajeno a planteamientos de imagen: basta considerar el diálogo de Jesús con Poncio Pilato. Hoy, y no sorprende desde la sociología de la comunicación, las decisiones anglicanas han sido aplaudidas mediáticamente. Como en otros asuntos doctrinales, se impone una visión laicista, promovida por profesionales que quizá no pisan los templos, pero dan la impresión de querer proteger una fe que de hecho no comparten. De momento, no parece que la ordenación de mujeres haya contribuido a aumentar la práctica religiosa: sigue bajando, y mucho. Sí ha producido, en cambio, serias divisiones en la propia comunidad anglicana, y ha aportado nuevas dificultades a la ya difícil tarea del ecumenismo.

            Probablemente, el tiempo dará la razón a la prudencia pastoral de Benedicto XVI: instituyó en 2009 ordinariatos personales abiertos a los anglicanos que desean estar en comunión plena con la tradición común de Oriente y Occidente, conservando en gran medida su propio patrimonio litúrgico y teológico.

Salvador Bernal

 


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