Un buen revés para la pena de muerte

El equivalente al tribunal supremo de Oklahoma ordenó a comienzos de mayo que se suspendieran las ejecuciones de la pena capital durante seis meses. Ese Estado sureño ha aparecido en el primer plano de la actualidad por el fallo de la inyección letal, a finales de abril, que produjo una agonía de unos 43 minutos al reo que sufría la ejecución.

            Ese lamentable caso ha supuesto un duro golpe para la pervivencia de la sanción capital en los Estados que la mantienen aún, desde la sentencia del Tribunal Supremo en 1976 que admitió su constitucionalidad. Aunque los políticos son reacios a enfrentarse al problema, según el viejo dicho americano que quien se opone a la pena máxima se condena a su propia muerte política.

            La reacción de estos últimos días contra la pena de muerte es éticamente “consecuencialista”: la oposición no se basa tanto en la falta de fundamento de esa medida radical, como en la faceta poco humanitaria de las ejecuciones. Pero bienvenido sea ese cambio de tendencia.

            En este plano pragmático, habrá que estar atentos a otros Estados que utilizan la inyección letal. Algunos laboratorios solventes dejaron de fabricarla o de venderla para este uso, a raíz de presiones más o menos populares. Las autoridades gubernativas de esos Estados están utilizando productos no homologados, con la consecuencia no deseada de que se repitan ejecuciones fallidas, asimilables a una execrable tortura.

            Por otra parte, los médicos invocan el juramento hipocrático para rechazar su intervención en las ejecuciones: la inyección letal requiere un examen facultativo para determinar las dosis necesarias, según las características físicas de cada condenado. Los médicos estadounidenses se niegan a realizar esta acción. La gran mayoría sólo acepta certificar a posteriori la muerte del ejecutado.

            En realidad, en cualquier procedimiento pueden surgir problemas, también en los antiguos, como la horca, el fusilamiento, la silla eléctrica o la cámara de gas. A partir de técnicas de eutanasia veterinaria, muchos creyeron encontrar en la inyección letal la solución definitiva. Se aplican al condenado sucesivamente productos químicos que le sedan, duermen y acaban paralizando su corazón. El sistema se inauguró en Texas ‑el Estado americano con más ejecuciones‑ en diciembre de 1982. Y parecía convertirse en la panacea para una sociedad que oculta la muerte y rechaza el dolor. Pero consta que hubo problemas, al menos, en California entre 2001 y 2005. La cuestión llegó al Tribunal Supremo de EEUU, que aprobó la constitucionalidad del procedimiento en 2008.

            Pero todo contribuye al deseable avance del abolicionismo, aunque en 2013, si se aceptan los datos de Amnistía Internacional, el número de ejecutados en el mundo creció un 15%, sobre todo como consecuencia del aumento en Irán e Iraq y, sobre todo, en China. Aunque los datos chinos son más bien estimativos, porque la pena de muerte se aplica con bastante secretismo. Se ha producido cierto retroceso –no en Estados Unidos, donde la tendencia es la contraria‑ desde 1995, cuando Juan Pablo II, en n. 27 de la encíclica Evangelium Vitae, podía señalar como signo de esperanza “la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de «legítima defensa» social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse”.

            En ese documento del papa recientemente canonizado se descubre también la evolución dentro de la enseñanza del Magisterio, que profundiza en el “no matarás” del decálogo y en el mandato del amor al prójimo del mensaje de Jesucristo. Vale la pena releer ese documento, para calibrar las exigencias de la dignidad humana en esta materia. Aplica un criterio esencial de la moderna doctrina social de la Iglesia: la primacía de la persona. Baste la cita del n. 56: “la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”.

Salvador Bernal

 
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