El beato Álvaro del Portillo atraía a los más jóvenes

Otros informarán o escribirán estos días sobre el sínodo de obispos extraordinario dedicado a la familia. Personalmente, prefiero volver a imágenes y reflexiones recientes, suscitadas por la gran fiesta de la beatificación de don Álvaro del Portillo en Madrid.

   Como a mí, debió de impresionar a muchos la numerosísima presencia de gente joven; y no sólo entre los equipos de voluntarios, que tanto contribuyeron al amable desarrollo de dos actos multitudinarios sí, pero no masivos.

   Durante mis correrías por España en los meses precedentes, más de una vez me han preguntado por el mensaje actual de don Álvaro a los jóvenes. No tenía preparada una respuesta específica, y recurrí al baulillo de recuerdos personales. Siempre sobre la base de que atraía, entre otras facetas de su rica personalidad, por la mirada llena de cariño, tan acogedora, y por su notoria autenticidad. Vale para todos, ciertamente, pero quizá estos rasgos son más valorados por quienes están aún en el instituto o en las universidades.

   Desde ese querer grande, les podía exigir: ante todo, en estudio, porque un estudiante que no estudia no se puede santificar. Se lo repetía una vez a los asistentes a un curso de verano en el colegio Los Robles, de Asturias en agosto de 1990. No faltó un punto de sentido del humor: “Hay que estudiar bien –vino a decir‑: y así se pondrá muy contento el Delegado de Estudios... De modo que yo subrayo la autoridad...” Ese Delegado era yo mismo entonces.

   A la vez, presentaba una invitación a la rebeldía, haciendo eco al conocido punto de Camino, 376: “"¡Influye tanto el ambiente!", me has dicho. ‑Y hube de contestar: sin duda. Por eso es menester que sea tal vuestra formación, que llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar ‘vuestro tono’ a la sociedad con la que conviváis.

   “‑Y, entonces, si has cogido este espíritu, estoy seguro de que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: ‘¡Influimos tanto en el ambiente!’”

   Para quienes pensasen que una vida coherente podía parecer “rara” a algunos compañeros, don Álvaro animaba a rezar por ellos, sonreírles, ayudarles, darles la mano, y llegar si fuese preciso hasta las puertas del infierno para salvar un alma...

   Por ahí se asegura la juventud, porque “el corazón se hace viejo cuando se hace egoísta. Los viejos -es comprensible- sólo piensan en sí mismos. Para conservar la juventud en el alma y en el corazón, piensa en los demás: primero, en Dios; y después, por amor de Dios, en los demás, y esto es el apostolado. De esta manera tu corazón será siempre joven”.

   Dentro de esa enseñanza hondamente juvenil, les aconsejó el carpe diem, tantas veces utilizado en aquella época en sentido contrario a la praxis cristiana. Al trabajar en medio del mundo puede haber contratiempos, altibajos o tropezones. Pero si alguna vez pasa algo, “a pedir perdón al Señor, y nunc coepi! No tengas miedo a lo que pasará mañana. Vive al día, hijo mío”.

 

   En el plano intelectual, don Álvaro insistía en la necesidad de pensar. Al cabo, era hombre de las dos culturas: la humanística y la científica. Y podía hablarles en primera persona, previniéndoles respecto de mentalidades pragmáticas que fabrican “no hombres, sino monigotes que no piensan”. El problema lo vivió ya san Pablo, como relata Lucas en el Areópago, o el propio Apóstol en Romanos. Ahora un cristiano puede encontrar obstáculos, pero en la sociedad existen muchos ecos evangélicos. Entonces, no había nada..., y los primeros cristianos “se lanzaron, y evangelizaron el mundo”. “Nosotros podemos y debemos hacer lo mismo, porque Dios lo quiere”. Esta era el gran fundamento de su esperanza, de su fortaleza y de su atractivo, capaz de comprometer a todos en el gran objetivo de ser “apóstoles en medio del mundo”.


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