Verdades y mentiras en el debate político

Un viejo amigo, profundo hombre de letras, poco dado a las matemáticas, solía protestar de quienes manipulaban datos e informaciones. Repetía con sorna: lo que pasa es que muchas veces los números no son objetivos. Desde luego, no lo son las interpretaciones ni, en conjunto, la información: siempre hay perspectivas, enfoques, puntos de vista personales; aunque, como repetía un clásico del periodismo: “la objetividad no existe, pero la voluntad de ser objetivo, puede existir..., o no”.

Lo he recordado ante la reiteración del uso del término “mentira” por parte de nuestros frágiles políticos. Tantos años de repetir que la democracia exige discutir todo, rechazando la imposición de valores permanentes, para que vengan ahora a emplear expresiones morales, tan antiguas como el decálogo de Moisés. No comparto la tesis de que democracia y valores son incompatibles, aunque doy mucha importancia a la ética de los procedimientos. En los actuales líderes –no sólo de España- atisbo déficit de rigor intelectual, quizá porque el lenguaje audiovisual exalta las sensaciones hasta extremos inusitados: todo vaya por la imagen.

En tiempos en que la libertad de expresión está cada día más amenazada –hasta en antiguas y sólidas universidades- por lo políticamente impuesto, es importante rechazar el uso y el abuso de terminologías impropias del debate público. El arte de lo posible no pretende encontrar la verdad –la adecuación entre inteligencia y realidad, como se enseñaba en las viejas escuelas-, sino resolver problemas con visión de conjunto, mirando el interés general, y no objetivos singulares: por ahí iría la cuestión de la partitocracia, una degeneración actual de la democracia que no coincide con la demagogia descrita por Aristóteles.

Hay diferencias importantes entre estadística y  demoscopia. Tengo un respeto imponente al Instituto Nacional de Estadística (INE), que ha sabido mantener una línea de profesionalidad y servicio público, como corresponde a una institución esencial en la sociedad moderna. En cambio, me encantaría que desapareciese el CIS, pues no veo sentido a que dependa del Estado un trabajo en que la pericia no puede separarse de la interpretación de datos siempre discutibles por su propia naturaleza.

Me fío del INE, no de las encuestas del CIS. Pero nunca diría que “miente”, como no reprocharé a un político que silencie la información negativa –salvo que exista una obligación legal de facilitarla-, y acentúe la positiva. Forma parte de las reglas implícitas o expresas del juego democrática o de la vida mercantil: admiten cierto nivel de cosmética reparadora, de retórica, del clásico dolus bonus. Eso no es “mentir”, en el sentido fuerte de la expresión en la cultura pública anglosajona, que puede dar al traste con la carrera de un líder: ¿cómo no recordar el Watergate?

En España, tachar a un político de mentiroso no significa que haya faltado a la verdad, sino que sin argumentos sólidamente críticos sobre su interpretación de la actualidad y sobre posibles soluciones a los problemas, simplemente se le espeta un insulto. Y así nos va. Y la gente “se va”, se aleja y desconfía cada vez más de los profesionales de la partitocracia. Favorece la abstención, contra la que clamarán dramáticamente al final de las campañas, en las que quizá vuelvan a repetir promesas incumplidas. Pero la participación ciudadana ha de construirse con rigor, día a día, y no precisamente sólo en las redes sociales, no inmunes a la manipulación.

Sólo los absolutismos marxista y nazi ocuparon el espacio social con sus verdades inapelables. Esos sistemas aplicaron profusamente la mentira en todos los ámbitos de la existencia. Estos días, ante el asesinato del líder ruso de oposición, Boris Mentsov, resulta inevitable pensar en procedimientos antiguos de absoluta justificación de los medios en función del fin revolucionario. Quizá las sociedades de la antigua URSS no acaban de recuperar la normalidad, aunque decenas de miles de ciudadanos han salido a la calle de Moscú en memoria del político asesinado. No es fácil pasar del absolutismo a una sociedad abierta.

A pesar de todo, y aun aceptando las grandes dosis de relativismo propias del juego democrático moderno –no hay soluciones elementales a problemas complejos, como pretenden los populistas‑, es lógico exigir a los líderes más veracidad, también desde el punto de vista del tránsito de la palabra a la realidad. Parece congruente recordarlo en un año electoral. Al cabo, sólo la confianza en la palabra construye sociedades libres.

 
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