Semana Santa: de la Cruz a la Resurrección

Al menos desde la primera encíclica de Juan Pablo II, con el expresivo título de Redemptor hominis, el magisterio pontificio se ha centrado en la figura de Cristo, y en la necesidad de dar a conocer la realidad de su vida y su doctrina a través de la evangelización. Muchos recordarán cómo Juan Pablo II centró el jubileo del 2000 en la contemplación de Cristo, tema central luego de la predicación de Benedicto XVI y de Francisco.

Uno de los grandes textos de aquel intenso pontificado fue, a mi juicio, la carta apostólica Novo millenio ineunte, que el papa firmó el mismo día en que se cerraba la puerta sacra de san Pedro, finalizado el año jubilar. Sigue teniendo mucha actualidad, aparte de la claridad del estilo. Por eso, voy a utilizar el documento para este artículo que aparece ya comenzada la Semana Santa de 2014.

En el número 25, escribía Juan Pablo II: “La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración”. Se trata, sin duda, de una actitud de fondo a la que nos ha ido preparando la liturgia de la Iglesia a lo largo de la Cuaresma, con lecturas del Antiguo Testamento y pasajes evangélicos de gran intensidad, que subrayan la misericordia divina, e invitan a la conversión.

Juan Pablo II sugería a los creyentes que se detuvieran en “la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: «¡Abbá, Padre!». Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del «rostro» del pecado. «Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5,21)”.

Ciertamente, como explica también Benedicto XVI-Josep Ratzinger en el segundo volumen de su Jesús de Nazaret, “se trata de un misterio insondable, que escapa a la capacidad humana de conocimiento. Enlaza con “el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: «"Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?" —que quiere decir— "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?"» (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el angustioso «por qué» dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo: «En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste... ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro!»”.

Insistía Juan Pablo II en Novo millenio ineunte, 26: “El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, «abandonado» por el Padre, él se «abandona» en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el pecado a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática”.

Quizá ante la dificultad de comprender ese momento sublime de la vida de Cristo, y de la historia de la salvación, el Papa proponía a los fieles recurrir al patrimonio histórico constituido por la «teología vivida» de los Santos. Dentro de unos días Juan Pablo II formará parte de ese patrimonio. Entre sus muchas aportaciones, la práctica del Viacrucis, que vivió hasta la víspera de su muerte: catorce escenas que condensan esos momentos.

Pero la Semana Santa termina con la Pascua. El rostro de Cristo se transforma en una nueva dimensión: “¡Él es el Resucitado! Si no fuese así, vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15,14)”. La Iglesia actualiza y vive esos acontecimientos como si sucedieran hoy y reitera “su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb13,8)”.

Grandes temas para la meditación personal, con o sin vacaciones. Y para la participación en la recia liturgia católica, también cerca del mar o los montes, o en la paradójica quietud de estos días en las grandes ciudades.

 

Salvador Bernal


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