Religión y política después de las elecciones

Entre tantos factores negativos de la última campaña electoral, me resulta penoso comprobar que muchos siguen empeñados en mezclar religión y política. Obedece –pienso‑ a apasionamientos, más que a razones ponderadas, también por la escasa información que denotan, por ejemplo, quienes desean derogar instrumentos jurídicos superados hace décadas.

No he querido escribir antes, justamente para no caer en lo que critico. Tampoco, porque no pretendía seguir explicando el fundamento y legitimidad de la opción democrática por la abstención. Se justifica aún más desde el hastío ante tantos mensajes irracionales y vacuos, a veces manifiestamente mentirosos, y con demasiada frecuencia alejados de problemas reales, algunos para mí tan decisivo como la administración de justicia.

Tampoco deseaba manifestar mi impresión de tercermundismo ante la presencia activa de personas consagradas, justamente cuando el Papa Francisco –imagino que sin pensar en este país nuestro de modo concreto‑ urge la responsabilidad de los laicos. Ciertamente, no hay que esperar a una encíclica para tener criterio sobre la defensa del medio ambiente o la evolución del cambio climático, con las propuestas y compromisos subsiguientes.

En esta línea, me ha hecho gracia que, ante el riesgo de que la ya inminente conferencia de París sobre el cambio climático –comienza a finales de noviembre‑ sea un fracaso, François Hollande haya planteado a las autoridades religiosas francesas que manifiesten conjuntamente las exigencias éticas presentes en las cuestiones ecológicas. Seguramente un documento estará listo para el primero de julio, día en que el presidente de la república recibirá a los representantes de católicos, protestantes, ortodoxos, musulmanes, judíos y budistas. Su enviado, Nicolas Hulot, manifestó hace ya tiempo su deseo de que provocasen “un choque de conciencia frente a la crisis climática actual”. Curiosamente, fundamenta su petición en que “el alma del mundo está enferma”, y esa crisis del clima sería como la última gran injusticia, que afecta prioritariamente a las personas más vulnerables.

Las autoridades religiosas francesas, que vienen reuniéndose entre sí una vez al mes desde hace tiempo, consideran que deben implicarse en un problema tan serio, quizá con un objetivo indirecto: mostrar a la opinión lo infundado de tantos debates recientes sobre laicidad. Lo decía con cierta sorna Anouar Kbibech, que tomará posesión de la presidencia del Consejo del culto musulmán a finales de junio: está feliz de poder hablar de grandes cuestiones, y no de las comidas halal en las cantinas escolares, el velo femenino o la longitud de las faldas de las alumnas, temas recurrentes de controversia. Por su parte, el gran rabino de Francia, afirmaba con finura intelectual: “incluir a las religiones en la reflexión colectiva es la más bella laicidad”. Desde luego, sin pretender dar lecciones a nadie, en palabras de François Clavairoly, presidente de la Federación protestante de Francia.

Vuelvo a España, y me dirijo a quienes esperan, contra toda esperanza, de que los políticos resuelvan inquietudes y problemas que exceden con mucho sus competencias. Ciertamente, pueden complicar las cosas pero, como acaba de comprobarse en Irlanda –diez años después de España‑, las grandes cuestiones doctrinales sobre el sentido último de la vida dependen de la salud moral de la sociedad, no de los partidos políticos (que demasiado tienen con tratar de no seguir perdiendo militantes).

Comprendo la tentación del clericalismo, duro a morire, como escribía Cesare Cavalleri hace cuarenta años. Nada añadiré a recientes críticas a los fundamentalismos laicistas. Pero, parafraseando una vieja frase atribuida a Malraux, los temas decisivos los resolverá la sociedad, o no se resolverán.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato