Profesores de religión en la escuela pública

En aquella tardía ley del PP de Aznar –y Wert parece seguir los mismos pasos‑, se reguló con estilo europeo y buen laicismo la enseñanza del hecho religioso, en los diversos niveles y cursos. Porque, como no mucho antes había subrayado cuando gobernaba Jospin alguien no precisamente cavernícola, Régis Debray, importan mucho los aspectos transversales del estudio de las creencias religiosas en un sistema laico, respetuoso de los diversos compromisos personales. Esa realidad cultural forma parte de la historia de Europa, y resulta imprescindible para entender también jalones decisivos de su evolución, de su arte y de sus costumbres.

En este contexto, me apena que no se haya zanjado el debate planteado por una antigua profesora de un colegio público de Almería. Porque refleja esquemas impropios de una aproximación seria a tan delicada cuestión. No se puede poner en manos de cualquiera la enseñanza de la religión: hace falta una idoneidad, obtenida normalmente en aulas universitarias o profesionales; y, además, los requisitos establecidos, según el mandato de la Constitución española, en los acuerdos del Estado con los representantes de las diversas confesiones con implantación social.

Para la Religión católica, se fijó –además de la cualificación académica común‑ una "declaración eclesiástica de idoneidad", que se obtiene tras superar unos cursos en centros dependientes de Facultades de Teología. Con esos requisitos, y tras comprobar la indispensable coherencia de vida, cada obispo en su diócesis realiza anualmente los nombramientos. Como, en su caso, harán las autoridades religiosas de otras confesiones.

El Estado respeta ese procedimiento, derivado de la libertad religiosa. Así se vive en Italia para la llamada "hora de religión", después de la actualización del Concordato de Letrán de 1984. Y así lo declaró unánimemente no hace mucho el Tribunal Supremo de Estados Unidos ante una demanda semejante a la que coletea en Almería. Porque la famosa Primera Enmienda se opone a toda intromisión en el régimen interno de una iglesia, a la que se privaría del control sobre la selección de aquellos que personificarán sus creencias, si el gobierno interviniese en los nombramientos eclesiásticos. Supondría un cesaropapismo obsoleto.

Aunque la enseñanza de la religión católica en la escuela no se confunde con la catequesis, exige coherencia de vida en los maestros. Así lo entendió el obispado de Almería en 2001 al sustituir a la profesora en cuestión, tras contraer matrimonio civil con un hombre divorciado.

Una sentencia del Tribunal Constitucional de 1997 había fallado ya a favor de esa praxis. La nueva, tardía y caótica de 2012, la cita profusamente, pero sorprendentemente acaba concediendo amparo a la profesora por su derecho a no sufrir discriminaciones personales por su libertad ideológica, así como a la intimidad personal y familiar. Se ha apresurado a intentar cobrar los salarios no percibidos desde entonces, 190.208 euros, transformando un contrato temporal en indefinido. Sin duda, la inexplicable lentitud del TC no es ajena al desastre: un asunto que entra en su registro mayo de 2002 se decide en ¡abril de 2011! Así no puede funcionar un país moderno.

En el fondo, la coherencia de vida resplandeció en los viejos maestros, algo que enorgulleció a unos profesionales no siempre reconocidos social ni económicamente. No tiene, por tanto, nada de extraño que no sea idóneo para enseñar religión católica quien se aparta manifiestamente de su doctrina. Esto no transforma la clase en catequesis, ni a sus profesores en curas. Simplemente refleja la práctica de otros países de Europa, como Alemania, Italia o el Reino Unido. Incluso, ahora, paradójicamente, la Rusia de Putin.

 
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