Paradojas hispánicas: pactos de Estado contra conciertos

El Estado español ha ido firmando acuerdos en materia educativa con las autoridades religiosas de las principales confesiones implantadas en nuestro país. Cumple así lo establecido en los artículos 16 y 27 de la vigente Constitución, manifestación del consenso de la transición, que superó la falta de libertad de la dictadura franquista con evidente magnanimidad.

Frente a tradiciones laicistas propias de otros países, pero lejos también de la confesionalidad del Estado ‑concepto ampliamente superado por el Concilio Vaticano II-, se garantizó la libertad de los ciudadanos. En consecuencia, no se podían justificar prejuicios negativos: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

Estos principios se aplican de modo particular a la enseñanza. A mi juicio, el artículo 27 de la carta magna constituye un auténtico pacto educativo, aunque siga siendo ignorado por una izquierda agresiva y montaraz, cada vez más próxima al clásico y estéril radicalismo del siglo XIX, forma arcaica de los actuales populismos antidemocráticos. En ese precepto constitucional tiene prioridad la defensa del derecho a la educación, marco de los demás derechos y libertades fundamentales. Incluye lógicamente el de los padres respecto de la formación de los hijos. No afirma expresamente un derecho a la ayuda estatal para los centros creados por la iniciativa social: sólo la intervención de profesores y padres en el control y gestión de establecimientos sostenidos con fondos públicos. Por eso, me ha parecido siempre que algunos preceptos de la vigente ley de conciertos limitan derechos básicos, aunque los interesados prefirieron aceptar el sistema ‑por ejemplo, la Administración pública se hace cargo de nóminas‑, sin entrar en cuestiones formales.

En todo caso, no es asunto religioso, sino cultural y político. Basta pensar en situaciones semejantes aplicadas en países europeos, incluida la República francesa, definida laica en la Constitución, pero con un sistema de contratos de asociación, que subvenciona al 20% de la enseñanza no universitaria privada: la inmensa mayoría son colegios católicos, y cada vez más musulmanes. La ley Debré se promulgó en 1959, y ha sobrevivido con normalidad a la alternancia de presidentes y mayorías parlamentarias, salvo un momento de riesgo al comienzo del mandato de François Mitterrand. En España, se olvida con demasiada frecuencia que el régimen de conciertos fue introducido en el ordenamiento en la primera legislatura con mayoría absoluto del PSOE de Felipe González.

No es propiamente un derecho constitucional, como no lo son las subvenciones a partidos o sindicatos. Pero menos conforme con la carta magna y con un mínimo de ética pública resulta invocar la necesidad de un pacto de Estado, cuando se comienza por romper un sistema que aplica nada menos que la palabra “concierto”. Desde luego, en el plano cultural español, no parece que deba ser una prioridad: una vez conseguida la plena escolarización de los ciudadanos ‑objetivo de la ley general de 1970‑, el reto es la calidad, al menos para superar las deficiencias tantas veces repetidas por los informes PISA y estudios análogos.

Algo semejante sucede respecto de esos centros católicos a los que se refirió hace poco el secretario de la conferencia episcopal. Constituyen ‑aunque no tanto como Francia‑ el mayor porcentaje de la enseñanza no estatal. Pero deberían quizá reflexionar más sobre la experiencia del país vecino, donde la financiación pública ha coincidido históricamente ‑de hecho; no como relación de causa a efecto- con una pérdida real de identidad religiosa. A la exigencia global de mejorar la calidad educativa, se añade también el objetivo de contribuir efectivamente a la nueva evangelización señalada desde hace décadas por los romanos pontífices. No es cuestión quizá de rentabilidades, sino de impulso cristiano, especialmente dirigido a inmigrantes, de acuerdo con la praxis actual, muy generosa, aunque menos conocida de lo deseable.

 
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