Las Navidades fueron siempre tiempo de paz

Cuando el fundamentalismo laicista desata las hostilidades contra los belenes, no puedo por menos de recordar la histórica figura de la tregua de Navidad, anticipo de un proteccionismo jurídico que cuajaría en las llamadas convenciones de Ginebra. No habría sido posible ese relativo progreso bajo el dominio de extremistas tan contrarios a la convivencia, aunque no lleguen a los extremos violentos de los fautores del terrorismo.

Menciono en otro lugar, a propósito de la conferencia de París sobre el clima, que Juan Pablo II nombró a san Francisco de Asís patrono de los ecólogos. No deja de ser coherente que otro obispo de Roma, que eligió ese nombre para su pontificado, haya publicado la primera encíclica papal sobre el cuidado de la naturaleza, casa común de sus habitantes. Pero quizá muchos han olvidado que la costumbre de los belenes se debe también a aquel gran santo medieval.

La furia laicista contra la Navidad merece algún estudio psicosocial, si es que no está ya publicado y no lo conozco. En cualquier caso, la interpreto como manifestación del envejecimiento de Europa. En torno al belén, prima quizá la sencillez e ingenuidad propia de la infancia, frente a tantos pesimismos maniáticos de ancianos.

Era niño cuando acudía a la Academia Audiencia, en la calle del Prado de Madrid. No sabía yo entonces nada del próximo y mítico Ateneo, pero mi modestísimo centro educativo, sin reconocimiento jurídico, estaba más cerca de la Razón que de la Fe, aunque tenía que rendir exámenes públicos en San Isidro... Miembros de la antigua asociación de intelectuales al servicio de la república llevaban allí a sus hijos, también como modo de ayudar económicamente a profesores desposeídos de sus plazas oficiales.

Lógicamente, allí no había espacio para deportes, ni menos aún capilla. Para los recreos teníamos la plaza de santa Ana, con Calderón de la Barca en el centro. Cuando llegaban estas fechas, los pequeños pasábamos casi a diario a contemplar el belén que los almacenes Simeón –desaparecidos hace tiempo instalaban en los escaparates de su sede, en el chaflán de Santa Ana con la colindante plaza del Ángel. Nos gustaban aquellas escenas, también porque despertaban la imaginación. Nada sabíamos de trucos de corchos y papel de plata. Sólo de ilusiones y libertad. Racionalizado al cabo de tantos años, era como un reducto de espontaneidad en medio de profundas limitaciones intelectuales que sufrían otros, no los alumnos de aquella Academia.

En esa gran formación laica –no laicista que recibí, no había espacio para la intolerancia. Quizá por eso tengo especial sensibilidad para rechazar las imposiciones, también las que intentan fundarse en un respeto a las convicciones de otros que lleva a negar la libertad de todos, salvo la propia.

Hay que padecer excesivos traumas para tener fobia al belén. Cuando en un lugar de Italia o de Estados Unidos se reduce la presencia navideña en las aulas, supuestamente para respetar a los alumnos musulmanes, se ignora la enseñanza de Mahoma sobre Jesús y su Madre. Lo recordaron algunos imanes públicamente en el Reino Unido hace pocos años a propósito de la Navidad.

Pero los fundamentalistas laicistas son recalcitrantes. En cuando ocupan una parcela de poder, tratan de imponer sus ideas por decreto. Así sucede estos días en Francia con una especie de circular emanada del equivalente a la federación de municipios. No tienen en cuenta sentencias–así el tribunal administrativo de Montpellier en diciembre del año pasado, que analizan cómo una laicidad inscrita en la Constitución de la República no anula tradiciones y costumbres populares: los belenes en lugares públicos no tienen ningún propósito proselitista, sino que recogen manifestaciones de una identidad cultural colectiva.

Pena sería que, al final, tuvieran que ser los comerciantes –como en Barcelona quienes defendiesen las ornamentaciones de la Navidad y frenasen la iconoclastia. Alguien podría incluso decir que es afán de oscurantismo –no de libertad apagar las luces especiales de esta época del año. En todo caso, lo es quizá de vejez mental. Y me permito insistir: la Navidad es tiempo de paz, no de guerra.

 
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