Naciones y nacionalismos en la doctrina de la Iglesia

Una técnica clásica de los llamados vaticanistas, al menos desde los tiempos de preparación del Concilio Vaticano II, es enfocar dialécticamente los problemas. Aparte del aspecto doctrinal, ese método incluye enfrentar a personas de relieve a modo de jefes de filas de posiciones encontradas. Así, se presentaba al Cardenal Franz König, arzobispo de Viena, como defensor de la colegialidad, frente al centralismo del Cardenal Sebastiano Baggio, prefecto de la congregación de obispos... Ciertamente, podían tener perspectivas distintas en asuntos concretos, pero no estaban enfrentados.

Algo de esto se ha repetido con ocasión de los últimos sínodos de obispos, especialmente los dedicados a la familia. Y la polémica no cesa; más bien se agranda, con la particularidad de insistir en las disparidades culturales del tipo “Iglesia alemana vs Iglesia africana”. Podría tener algún fundamento por la organización de las asambleas de obispos, que incluyen una fase de circuli minores, distribuidos por razones lingüísticas. Pero se lleva a extremos incompatibles con la universalidad de la doctrina católica.

Entre las personalidades eclesiásticas que sufren pacientemente el guirigay formado en torno a sus libros o discursos, está el cardenal guineano Robert Sarah, actual prefecto de la congregación romana para el culto. Sus dos últimos escritos, Dios o nada, La fuerza del silencio, multiplican las ediciones. Sin embargo, la inclusión de un breve prefacio de Benedicto XVI a la traducción italiana del libro más reciente, ha desatado polémicas injustificadas, intentando oponer en materia litúrgica al papa emérito con el pontífice reinante. En realidad, asombra esa utilización crítica, que se alejaría del tópico, pues el tudesco Ratzinger apoya al africano Sarah: no podía ser de otra manera, tratándose de la oración pública de la Iglesia.

La universalidad contrasta con las tendencias nacionalistas que no acaban de abandonarse en debates recientes. Es lógico que la doctrina moral se aplique con prudencia, es decir, atendidas las circunstancias concretas de cada región del mundo. Pero es cuestión de acento o insistencia, no de contraste. Basta pensar, por ejemplo, en la distinta incidencia de la lucha por la dignidad de la mujer contra la poligamia.

No menos grave es la transposición de ese nacionalismo a la convivencia ciudadana, patente en el rebrotar de populismos que enlazarían con el romanticismo trágico del siglo XIX si no fuera por su alta dosis de pragmatismo tipo Brexit.

Una vez más recomiendo el Compendio de la doctrina social de la Iglesia publicado por el Consejo pontificio Justicia y paz en 2005. Dentro de las orientaciones sobre derechos humanos, un epígrafe especial se dedica a los de los pueblos y de las Naciones (con mayúscula en el texto castellano, no sé por qué). Se basa en las enseñanzas de encíclicas de Juan Pablo II, como Sollicitudo rei socialis (1988) y Centesimus annus, y en su principio general de “lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos”.

El Magisterio recuerda que el derecho internacional “se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad”.

En su discurso ante la asamblea general de la ONU en 1995, el papa polaco se refirió a que las naciones tienen “un derecho fundamental a la existencia”; a la “propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve su ‘soberanía’ espiritual”; a “modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías”; a “construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada”.

Pero el reconocimiento de ese derecho comporta también la necesidad de construir el orden mediante un equilibrio entre particularidad y universalidad: el primer deber de las naciones sigue siendo el de vivir en paz, respeto y solidaridad con las demás. Quedan lejos la guerra de las investiduras, o el principio consagrado tras la Reforma del cuius regio eius religio.

 

En una sociedad cada vez más compleja, dentro de la progresiva mundialización, la doctrina de la Iglesia sueña con una comunidad internacional capaz de diseñar instrumentos políticos y jurídicos adecuados y eficaces para hacer posible el bien común, evitando tantos particularismos no exigidos por el principio de subsidiaridad. Porque la soberanía nacional no es un absoluto. Y son cada vez más los pensadores que insisten en la soberanía compartida, como corresponde a la superación histórica del Estado moderno. Al cabo, como afirma el Compendio, con expresión inspirada en la Pacem in terris de Juan XXIII (1963), “el bien común de una Nación es inseparable del bien de toda la familia humana”.


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