La Iglesia católica tiene fe en la razón humana

Las dudas y la resistencia de los Apóstoles a creer en la Resurrección de Cristo, confirman la verdad de los relatos, aunque exijan el don de la fe: nadie fue testigo presencial del momento en que se producía el mayor de los milagros. Los discípulos aparecen confusos por la muerte de Jesús en la cruz, condenado con dos delincuentes, aunque sólo Juan estuvo en el Calvario. No se esperaban ese final, tan bien descrito en el diálogo con los de Emaús.

Tampoco ocultan los Evangelios –todo lo contrario‑ la visión humana de Pedro ante el anuncio de la Pasión, rechazado por el Redentor como auténtico Satanás. O la de los hijos del Zebedeo, que siguen confiando en ocupar los primeros puestos en el Reino.

El Papa Francisco recordó en sus homilías algunos de estos aspectos centrales, especialmente en el contexto del Año de la fe, que se propone continuar donde lo dejó Benedicto XVI. Lógicamente, en la última audiencia, hizo especial referencia a la Resurrección: si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe, de acuerdo con el clásico texto de san Pablo a los Corintios que citó expresamente.

El Papa evocó también que los primeros testigos de la resurrección fueron las mujeres: confirmación indirecta de que nada había de invención, pues el testimonio femenino apenas tenía fiabilidad en la cultura religiosa y cultural hebrea. Sin embargo, su fe remueve y anima hoy a crecer en las virtudes teologales, removiendo obstáculos procedentes de rutinas y cansancios, y a estudiar cómo abrir a la gente el camino que lleva al conocimiento de Dios: María Magdalena va por delante y acude sin pausa a informar a los apóstoles de que ha visto al Señor. No deja de ser significativo el relato de san Juan: presenta a una María confusa y desorientada, pero su memoria graba la posición de los ángeles a la cabeza y al pie de donde fue depositado el Cuerpo de Jesús.

"Las mujeres –afirmaba el Papa- están impulsadas por el amor y aceptan este anuncio con fe: creen, e inmediatamente lo cuentan, no se lo guardan para ellas. La alegría de saber que Jesús está vivo, la esperanza que llena el corazón, no se pueden contener. Lo mismo tendría que pasar en nuestras vidas. ¡Sintamos la alegría de ser cristianos! ¡Creemos en un Resucitado, que ha vencido el mal y la muerte! ¡Tengamos el coraje de "salir", para llevar esta alegría y esta luz a todos los rincones de nuestras vidas! ¡La resurrección de Cristo es nuestra mayor certeza, es el tesoro más precioso! ¿Cómo no compartir con otros este tesoro, esta certeza tan hermosas?"

En este contexto pascual, vale la pena releer las páginas iniciales del Catecismo de la Iglesia Católica, como algunas de la sección "'CREO' ‑ 'CREEMOS'". Porque, en cierta medida, al afirmar las verdades de fe, cada persona reconoce "a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida" (n. 26).

El punto de partida, frente a tantos agnosticismos, no puede ser otro que la afirmación antropológica positiva propia del cristianismo, que considera a la persona humana "capaz" de Dios: de acuerdo con Gaudium et spes 19, "la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador" (cita en CEC 27).

El ser humano puede llegar a Dios mediante el ejercicio de la razón. El CEC menciona el pasaje de san Pablo en el Areópago, sobre el Dios desconocido, para llegar a Aquel "que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 26‑28)". La razón y el corazón humanos pueden transitar por vías que llevan a Dios, aunque estrictamente no "prueben" su existencia: no son pruebas en el sentido de las ciencias naturales, pero sí argumentos convincentes que permiten llegar a verdaderas certezas (cfr. CEC 31).

La Iglesia confirmó solemnemente en el Concilio Vaticano I esa capacidad natural de conocimiento de Dios a partir de las cosas creadas. "Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos" (CEC 39). La adecuada correlación entre razón y fe, tan ajena a viejos fideísmos, resulta muy necesaria en nuestro tiempo.

 
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