Frente al Democalipsis alemán, los hijos como bien de la familia

No es nuevo el envejecimiento de Alemania. Sí, la expresión que aparece estos días en la prensa tedesca: Demokalypse. Me ha llegado –no sé alemán‑ a través de medios franceses e italianos. 

En torno a1972, Alemania se situó en un proceso de crecimiento cero, sólo compensado por la inmigración. Ahora se confirma el talón de Aquiles de la locomotora del viejo continente, tras la publicación de nuevos datos y estimaciones de la Oficina Federal de Estadística: de aquí a 2060, la población podría bajar de 81 a 68 millones de habitantes.

Ciertamente, la demografía no es una ciencia exacta. No se han confirmado muchas predicciones del siglo pasado, relativas a la superpoblación. Pero, de momento, no hay indicios de cambios decisivos para superar invierno demográfico: mueren más alemanes de los que nacen.

El número de niños en la escuela ha caído un 11% en diez años. Hay ya más jubilaciones que incorporaciones a puestos de trabajo, con una tasa de desempleo mínima, pero con un déficit acusado de mano de obra cualificada. Aparte de la influencia negativa sobre el estado del bienestar, los expertos señalan otro riesgo de fondo: cuanto más vieja es una sociedad menos innova. La demografía, si no cambia, tiende a reducir las perspectivas de crecimiento económico. Más grave aún es el encogimiento de los espíritus.

El declive demográfico acompaña a decadencias sociales que provocan pesimismo de futuro y búsqueda desesperada del carpe diem! No se puede demostrar empíricamente, pero casi siempre el fenómeno va unido a la pérdida de sentido religioso. Y, en este campo, Alemania no está en su mejor momento: tampoco parece que la Iglesia católica vaya a ir adelante imitando el modelo luterano, que conoce hoy una importante pérdida de identidad cristiana.

No se puede olvidar esa dura realidad, cuando algunos obispos germanos dan la impresión de querer influir en una evolución del conjunto de la Iglesia en cuestiones familiares. Resulta, incluso, patético, cuando se muestran incapaces de insuflar una renovación espiritual en sus propias diócesis: el invierno demográfico puede ser una punta de iceberg.

Más estimulante resulta la catequesis del papa Francisco en las audiencias romanas de los miércoles, en que se ha referido con fuerza, claridad y mucho cariño a la presencia de los hijos en la familia. Con palabras directas, que llegan a la cabeza y al corazón, reitera la doctrina católica, sintetizada en el Concilio Vaticano II, abordada luego por Pablo VI –no sin reticencias y críticas por parte de quienes hoy deberían rectificar, pues el tiempo le ha dado la razón‑, enseñada en Roma y en el mundo por Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Cuando se acerca el sínodo de 2015, vale la pena recordar el de 1980: partiendo del amor y en constante referencia a esa profunda realidad humana, puso el servicio a la vida entre los grandes cometidos de la familia. Un buen desarrollo, en Familiaris Consortio de 1981, 28: “Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida humana (...)

“Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre. La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos”.

 

Juan Pablo II recordaba en esa Exhortación el texto básico de Gaudium et Spes 50: “El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia”.

Al cabo, la fecundidad del amor conyugal va más allá de la procreación de los hijos: “se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo”.




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