Francisco muestra su esperanza a los embajadores ante la Santa Sede

Cuando arranca un nuevo viaje pastoral del papa Francisco, camino esta vez de Chile y Perú –dos países vecinos, pero con problemas quizá muy distintos en estos momentos-, vale la pena repasar su visión del mundo actual. De acuerdo con una tradición antigua, recibió en audiencia a comienzos de 2018 al cuerpo diplomático acreditado ante el Vaticano, un elenco que crece año tras año: el último, la república de Myanmar (antes Birmania).

No es fácil resumir el discurso que pronunció el pasado día 8, con dos grandes temas: la situación de los derechos humanos y los conflictos regionales pendientes de solución en lugares conocidos o en otros menos presentes en los medios de comunicación occidentales. Ante todo, en su relación con las autoridades civiles, la Santa Sede –también en los viajes apostólicos del pontífice- “no pretende otra cosa que favorecer el bienestar espiritual y material de la persona humana y la promoción del bien común”.

Francisco invita a reflexionar sobre la paz en este 2018, centenario del fin de la primera guerra mundial. A pesar de su gravedad, no zanjó las causas de conflictos, que volverían a desencadenarse poco más de veinte años después. Dos lecciones se deducen, a juicio del papa, de la mano de la Pacem in terris de Juan XXIII: la primera, “ganar no significa nunca humillar al rival derrotado”; la segunda, “la paz se consolida cuando las naciones se confrontan en un clima de igualdad”.

En el fondo, se trata de llevar a las relaciones internacionales, como premisa fundamental, “la afirmación de la dignidad de cada persona humana, cuyo desprecio y desconocimiento conducen a actos de barbarie que ofenden la conciencia de la humanidad”. Así lo afirma el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.

Cuando se cumplen setenta años de esa Declaración, subraya que “para la Santa Sede hablar de derechos humanos significa, ante todo, proponer la centralidad de la dignidad de la persona, en cuanto que ha sido querida y creada por Dios a su imagen y semejanza”. Aunque no comportan esa inspiración todos los redactores del documento internacional, ni los representantes de los Estados que lo aprobaron en el marco de la ONU, “desde una perspectiva cristiana hay una significativa relación entre el mensaje evangélico y el reconocimiento de los derechos humanos”.

Ciertamente, no son derechos estáticos, como muestran los cambios en la interpretación de los existentes y el esfuerzo por incorporar otros, a veces, con sentido contrapuesto. Esa evolución ha acentuado la pugna teórica entre la universalidad de los derechos y las tradiciones socio-culturales de los diversos países. Pero no se puede invocar el riesgo de una “colonización ideológica de los más fuertes y los más ricos”, como pretexto para “dejar de respetar los derechos fundamentales”.

Ante todo, y frente a violaciones evidentes, el papa destaca en primer lugar “el derecho a la vida, a la libertad y a la inviolabilidad de toda persona humana”, de acuerdo con el artículo 3º de la Declaración: “No son menoscabados sólo por la guerra o la violencia. En nuestro tiempo, hay formas más sutiles: pienso sobre todo en los niños inocentes, descartados antes de nacer; no deseados, a veces sólo porque están enfermos o con malformaciones o por el egoísmo de los adultos. Pienso en los ancianos, también ellos tantas veces descartados, sobre todo si están enfermos, porque se les considera un peso. Pienso en las mujeres, que a menudo sufren violencias y vejaciones también en el seno de las propias familias. Pienso también en los que son víctimas de la trata de personas, que viola la prohibición de cualquier forma de esclavitud. ¿Cuántas personas, que huyen especialmente de la pobreza y de la guerra, son objeto de este comercio perpetrado por sujetos sin escrúpulos?” De ahí la necesaria protección a la familia, a la que el pontífice dedica un recuerdo especial en el discurso, como, una vez más, al drama de los refugiados.

Desde luego, la consideración de ese derecho básico es un nuevo reclamo a trabajar activamente por la paz, a pesar de que “existen graves conflictos locales que siguen incendiando distintas regiones de la tierra”. El papa recuerda la necesidad de progresar en el desarme –ante todo, el nuclear-, avanzar en la capacidad de negociación, aumentar la cooperación internacional. Algunas regiones le preocupan especialmente. Las menciona sucesivamente en el discurso, sin que suponga –pienso- un orden de prioridad: Corea, Siria, Irak, Yemen, Afganistán, Palestina-Israel, Venezuela, Sudán del sur, RD del Congo, Somalia, Nigeria, República Centroafricana, Ucrania.

Se impone pues, trabajar por la paz con esperanza, de modo semejante a “los constructores de catedrales medievales repartidas por toda Europa”. Tenían visión de futuro, porque no verían terminados los proyectos. De ahí la invitación del papa “a cultivar el mismo espíritu de servicio y solidaridad intergeneracional, y así ser un signo de esperanza para nuestro mundo atribulado”.

 



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